domingo, 8 de agosto de 2010

Rojo.


 La luna ardía de odio esa noche. No tenía boca para susurrármelo, tampoco mirada que lo acrecentara. Pero yo lo sabía. Sin ruido, ella me aullaba por la carretera, a 120 km/h mientras yo huía del infierno, fiera, indestructible, sin sentido. A ras del horizonte, como si quisiera escapar de la tormenta que ella misma estaba causando sobre Madrid. Cualquier persona habría llamado por el móvil suplicando un coche a la llegada, cerrar las cortinas y dejar de ver, dormirse y olvidar... pero yo fuí quien quiso verlo. Y con música y calma, a través de la ventana del bus ví como ella agonizaba ahí detrás. Roja y brillante como un grito recién salido de la garganta ella salía desesperada de los matorrales. Como la herida que desgarra. Estoy segura de que en la noche, hasta el agua se habría vuelto sangre.

Ansiaba que no terminara mi último viaje, y creedme que jamás creí que pudiese pensar eso. Era hermosa. Un buen momento en el que regocijarse en el fin de tus días. Una manera perfecta de despedirse.




3 comentarios:

  1. La luna estaba bastante roja aquella noche, ¿recuerdas?
    Debimos hacer algo... alguna locura. Algo para calmar el ansia que esa maravillosa luna provoca. Psé, ahora es tarde. Aunque me hubiera gustado conocer comisarías de ahí.

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  2. Al final toda cacería posible se ahogó en un ron agrio (De cojones).

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  3. Ya... muy, bastante agrio. Mis condolencias.

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