martes, 10 de agosto de 2010

Corazón besa barra. Barra besa corazón.



En el mundo habitan millones de personas, y cada persona es un mundo. El problema lo tuve cuando mi mundo se redujo a una sola persona.

Dejé a un lado las manos vacías que buscan placer, las violaciones, los polvos-basura que tanto consumía. Dejé a un lado el día duro para dar paso a la nocturnidad.
La noche, como siempre, pretendí agotarla entre las miradas de aquel bar. De nuevo la gata estaba apoyada en la barra reluciente y negra, pero esa vez no esperaba las caricias de cualquiera, y menos la conocida recompensa que llevarse a la boca. Pedí un whiskey solo, con hielo, y dejé descansar el corazón al lado.
El ambiente cargado, hacía del sitio algo desordenado. El humo consumía lentamente las siluetas que serpenteaban, y las luces rojas quitaban protagonismo a mi vestido. El latir de mi pequeño amigo acompasaba los movimientos rápidos de mi dedo, revolviendo una y otra vez el borde de la cuarta copa. Casi ebria o casi sobria, confundía las botellas del mostrador de enfrente. Confundía a la gente, y a los acordes, pero no le confundí a Él.

A escasos cuatro metros de mí bebía Bourbon en la barra. El móvil a un lado, el tabaco al otro. A la espera de algo, como siempre. Aunque esa vez estaba más reposado en la barra que nunca. Y la indiferencia se alejaba de Él a cada minuto. Empuñaba el aire a la altura de su barbilla. Reposaba los codos y sostenía la cabeza como si le fuese a estallar de un momento a otro.
Es lo que tiene un día malo, que hace que olvides la serenidad en las sábanas.

Quizás fuese mi momento. El bloque de hielo hundido quizás fuese algo más que receptivo a una petición. Y yo, con el mundo a su lado, esperaba algo grande. Fijé la mirada en Él, como un animal a la defensiva y no al acecho. Y después giré la cabeza hacia su dirección. Sabía por adelantado, que a mis espaldas, cinco hombres habían perdido las esperanzas con ese mismo movimiento.

Él seguía sin mirar. Otro trago más para terminar con eso que le atormentaba. A las once y veinte pasadas bajé del cielo para posarme en frente de mi salvador. Cuatro metros en siete pasos decididos. Yo, distante aún, anhelaba recibir algo que nunca me dieron. Quizás esa noche le hiciese falta más que el poco tabaco que le quedaba, y yo estaría más que encantada en dárselo.

- La barra del bar no aguanta todo, créeme. - Me metí de lleno en su burbuja a la vez que pretendía mantener la educación. Aludiendo a su estado, tan excepcional como Él.


Silencioso, por primera vez me dedicó una mirada, después de descubrirse la cara, antes prisionera de sus manos. La escena se tornó azul y serena. Después Él, con el ceño fruncido, desperdició su tiempo en mirarme de arriba abajo. Volvió a la posición inicial, pero sin manos que cubriesen la boca. Amago. Iba a decirme algo grande.

- No tengo tabaco. Hoy no.

...Fué capaz de decirme con cinco palabras que desear que me quisiera era pedir de masiado esa noche, si ya me negó hasta el cigarro.
Era sutil e ingenioso, aunque tuviese la vida partida. Nunca subestimes a un Dios.

Yo, que pretendía ser ángel y acabé siendo gusano que acepta que todo es más grande que él ahí fuera. Y me dí la vuelta, caída, y me bajó al infierno el hecho de recuperar seis miradas de las cinco que perdí antes en mi espalda. Retrocedí los cuatro metros y más. Sin despedida. Sin Él. Sin el cigarro que ahora me hacía tanta falta y tan poco me importó. Me dí cuenta de que esa noche iba a estar más sola que nunca, aunque acabase acompañada.


Olía a tormenta. Jaque mate a la reina de rojo.

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