viernes, 3 de septiembre de 2010

Inspiración.

Cae la noche. El edificio más grande del lugar estalla por los aires. El pueblo es pequeño, y en pocos minutos el humo gris está ahogando el poco aire que respiran todos. El ruido hace que bandadas de pájaros despeguen, anunciando en la ventana de Nacho el apocalipsis inminente de fuego y ceniza. Es la señal que espera, hermano mayor de la familia Misado. Les pilla en medio de la cena familiar, un par de huevos fritos que se quedan sin mojar pan. Como siempre la hermana pequeña estalla en pánico y se agarra a su mamá. El padre se pone su chaqueta marrón larga en un santiamén.

- ¡Vamos Nacho! ¡Levántate, joder! - Grita no se sabe muy bien quién. Alomejor son sus monstruos.

La madre está saliendo por la puerta, a grito pelado, esperando que su hijo la siga como hace su marido. Nacho se queda sentado, parece acostumbrado a los incidentes nocturnos del lugar. Solo mira por la ventana y todo empieza a pasar lento para él. Degusta cada detalle. Su madre cruza la calle, su vestido fucsia ondea, vaporoso en el aire gris, del día gris. El pausado mira detrás del cristal, con asco, como su hermana se balanceaba por los bruscos golpes de la mano de mamá, y ésta, histérica le mira desde fuera haciéndole señales para que le siga, pero Nacho no se mueve. Moja un poco de pan en el aceite, saborea y echa un vistazo a su padre, que arrastra a las vecinas más mayores fuera de sus casas para poder salir a la periferia del lugar antes de que el fuego las carbonice vivas. Allí rezarán agusto. O eso cree Nacho. Tarda un rato en levantarse de la silla de mimbre para recoger la mesa, la madera de la casa vieja relincha bajo sus pies, pero piensa que no puede evitarlo. Ahora solo quiere un poco de silencio y tranquilidad, estar solo antes de la verdadera acción. Vuelve a la salita y apaga la chimenea, porque tiene calor.

- Perfecto. - Suelta sin más, como si todo lo esperase.

Vuelve a sentarse en su silla de mimbre, y pensó que no distinguía la noche del día, ni el estallido de la verdadera normalidad de su pueblo. Nacho siempre veía como a cada hora, todas las personas allí se descomponían, sus ambiciones, sus trabajos, sus vidas, sus hijos, sus familias... poco a poco, minuto a minuto, sin darse cuenta de que ellos mismos eran mentira. El pueblo arde, y Nacho solo piensa en como el pueblo se muere estando vivo. El oxígeno ya no está hecho para él. Quizás es una de las pocas personas que menos tiempo logrará sobrevivir pisando ese pueblo y bebiendo ese agua.
El pelirrojo lo tiene todo planeado y se hurga los bolsillos, deja las llaves sobre la mesa, un bolígrafo negro, un paquete de chicles, unas monedas, una máscara y dos papeles doblados que siempre llevaba consigo por si alguna noche como esa tenía que escribir con letra muy bonita: Adiós. Pero le da pereza hacer los honores.
Se quita la camisa, botón a botón, y acaricia una por una las veintidós cicatrices que tiene en su cuerpo. Siempre empieza por la más grande, y la más blanca, situada justo algo más abajo de su pecho izquierdo. Mientras oye gritos fuera y unos cuantos golpes en la ventana recuerda como se había hecho cada una. Por orden: Atropellos, quemaduras, caídas... Se le escapa una sonrisa justo en este momento. La verdad es que no se arrepiente de ninguna. 

Comienza la arritmia, sus manos se paran en su corazón y empieza a temblar. Los nervios le comen vivo justo a esa hora, las once y veintitrés minutos de la noche. Deja su camisa tirada en el suelo, sus cosas colocadas, y se agarra las rodillas porque le queda poco tiempo. El chico susurra para sus adentros, una cuenta atrás, lenta, pero cuenta atrás. 6, 5, 4... Y piensa que el hecho de ponerse un final es lo que le hará caminar. 2, 1... De golpe sale semidesnudo a la calle. Su madre le mira y respira tranquila hasta que... de un movimiento brusco ve que Nacho corre hacia el caos. Hacia el edificio en llamas. La excepción fué su regla en el momento justo y no iba a retroceder.

- ¡Vamos Nacho! ¡Vuelve, joder! - Grita de nuevo alquien, no se sabe muy bien quién. Alomejor son sus monstruos.

Escucha cuchicheos por la calle oscura, como quien escucha hablar a alguien debajo del agua. No quiere mirar atrás porque solo vería mañanas y días perdidos en toda esa condena, en toda esa mierda. No quería respirar más barro asique es su mejor solución. Corre, deshaciéndolo todo a su paso. El pelo del niño Misado parece una llama más a toda velocidad por la calle principal, deja su estela de valentía a pesar de que muchas de las personas que corrían hacia dirección contraría le entorpece, le paraliza, o le da golpes para que vuelva con sus conocidos padres. Es un lucero cálido que resbala por la marabunta de gente oscura, a contracorriente.
A Nacho le pesan más sus fantasmas en ese momento, aunque por fuera ni se inmuta. Su rostro parece indiferente, sin un ápice de emoción, como si la máscara que dejó en la casa la siguiera llevando puesta. Nacho no se siente mal, ni triste, ni nada semejante, tan solo ambicioso. Siente miles y miles de ruiditos dentro de él, que suenan rápido y se notan tras la piel, ya sudorosa, como una bomba. Nacho agujerea la interminable realidad y ama contínuamente. No piensa en otra cosa que no sea en estallar sin control como estalló el sitio al que se dirije, e imaginarse en sus ojos el reflejo que el fuego le impregna.
Irracional, Nacho gira la última esquina, dobla la última calle que, a ojos de los demás, le llevará inevitablemente a un agujero en la tierra. Desde su punto de vista, era su salvación. Arde todo, y él, como una cometa, entra por eso que antes habría sido una puerta algo moderna del edificio.

- ¡Vamos Nacho! ¡Sal, joder! - Grita alguien, cada vez más cercano. No se sabe muy bien quién, alomejor son sus monstruos.

La cara demacrada se hace la sueca, y no presta atención a nada de su alrededor. Es una máquina encendida y sin control. La velocidad que lleva hace que salte las cenizas, que esquive los escombros y que las llamaradas le acaricien las cicatrices de la espalda. Parece que ahora todo objetivo de Nacho es ser el príncipe del averno, es increíble como siempre se mueve así, sube las escaleras, como si lo tuviese todo absolutamente calculado, ágil, veloz, esquivo, arisco, hasta llegar a donde él cree que debe llegar.

De pronto, se queda paralizado en medio de todo ese desastre. Rodeado de hipnóticas llamaradas que le doblaban en tamaño. Pero tampoco intenta avanzar. El piso de arriba escupe vigas con fuerza a pocos metros de él, y otra llamarada hace que le arda el pantalón. El señor lo único que hace es desplomarse de rodillas y echar a llorar. De felicidad.

- ¡Aquí estoy! - Grita entre sollozos que apenas se le oyen. Eran justo las doce menos diez.- Vengo contigo.
- Te dije que te levantases de la cena. - Parece que esta vez, sus monstruos respondían.
- Sabes de sobra que no lo iba a hacer.
- Te dije que volvieras con los tuyos - La voz cada vez más dulce, cada vez más cerca, modelada por el calvario, perfecta. No era humana.
- Sabes de sobra que no son los míos. - Retozó contra el suelo. Solo se oía él.
- Te dije que salieras de aquí.
- Y aquí me tienes. Sabes de sobra que quiero salvarme. - Nacho levanta la cabeza.

Del infierno del lugar salía una figura, menuda, estirada, oscura. Las llamas no le tocan pero parece haber nacido de ellas. El pelo largo y oscuro permanece estirado hasta los tobillos de la mujer, que sin que se le vea la cara, no deja de acercarse al chico. Él tampoco deja de seguirla con los ojos vidriosos. A cada paso, su pelo se mueve como una capa de la más alta realeza. Sus piernas largas parecen verdosas en ese ambiente y mojadas, como siempre, de un líquido oscuro, como sus brazos. Como si acabase de salir de un pozo asqueroso. Parece destrozada, pero elegante. Nacho se levanta del suelo, se sacude en medio de su propio apocalipsis y mira a la mujer más guapa del mundo. Con cuidado coloca las manos en su cintura, por debajo de su largo e inamovible pelo, cruza sus manos en la espalda y la abraza. Su cuerpo se pega en ella, que permanece estirada como un palo. Se contamina. Llena de vida el silencio sin palabras.

- Quiero saber si puedo seguir así, pudiendo terminar todo a tu lado. - Nacho susurra al oido de el ente oscuro y siniestro. Que no da respuesta, porque está expectante. - Todas las noches sigo las catástrofes pensando en tí. No me he rendido aún. De día no me hundo de dolor porque sé que por la noche arderá, estallará, morirá algo, y sé que estarás ahí. - Nacho mueve una mano delicadamente por la espalda de la mujer, fría como el hielo, para ver si recibe lo que quiere. - Arriesgo más de lo que crees. Mi vida no vale una mierda si después no estás tú. ... Sálvame. - Parecen palabras inconexas, frases estudiadas, pero para Nacho todo era un ritual que seguir para volver a probarla una vez más.

- ¿Qué quieres? - Su voz ahora era mecánica. Ácida, que se difuminaba en chispas en el tímpano.
- Quiero la número 23.

Los brazos de ella, finos, escuálidos e impregnados de un ese negruzco alquitrán se posan en la espalda del chico. Una de ellas llevaba un puñal. Sus actos son tan suaves, tan suaves, que Nacho apenas los nota. Los dedos finos no hacían ningún movimiento en vano, y en tres caricias el arma de filo apuntaba a su pulmón derecho. Él se apreta contra ella, como si fuese a perderla de nuevo. No da tiempo a contar, los 20 centímetros ya estaban haciendo de las entrañas del niño de fuego su hogar. Esos son los 40 segundos de agonía y de gloria que encharcan al chaval Misado. La sangre brota, y gotea, y hierve en cada llama de su alrededor. Él sonríe mientras se deja caer. Mientras siente frío. Pero no llora, aprendió hace tiempo a dejar de llorar cuando estaba con ella. Por mucho que le doliera. Entonces ahí es cuando la delicada cara de la mujer se posa en su frente, y le da un beso. Como si le protegiera de todo lo que ocurre a su alrededor. Tan sólo cuando muere y su cuerpo se congela, ella se va, como todas las noches.






Sale el sol. 10:20 AM. Nacho se despierta en el segundo piso, tercera habitación, su cama, tranquilo. Ya se lo conoce. Abajo su padre está en la cocina, su madre parece que ha salido, como siempre. Y su hermana sigue gritando hasta las una de la tarde, porque grita por todo. Huele bien, la luz del sol entra por la ventana, los pájaros cantan, todo parece tranquilo y ordenado. Se acaricia el pecho, y empieza a contar. Pasa por el cuello, el vientre, una pierna... Y las de la espalda. Recuerda una por una como se las hizo y fantasea. Suelta alguna que otra sonrisilla, no se arrepiente de nada. Justo. Veintitrés. Ahora baja a desayunar siendo el más feliz del mundo en ese mundo de mierda.




Tal vez la gente tiene que sufrir de verdad antes de poder arriesgarse a hacer lo que ama.

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