sábado, 11 de septiembre de 2010

Atonía.

Tal vez hubiese sido mejor no haberme ido. Supongo que porque tengo que subir. Me gusta que a la vuelta no haya mucha gente. ¿Sabes por qué? Mejor no te lo digo. Ni siquiera yo lo sé.

Siempre me pongo a un lado del vagón, o al final, en el suelo. No soporto ver como la gente se sienta frente a alguien y se esquiva la mirada. Parecen miedosos zombies que huyen mutuamente y creen que así no van a descubrirse los unos a los otros.
No me preguntes por qué hoy no estoy al final del vagón, en el suelo. Antes lo estaba, pero me cansé de aguantar todo el puñetero rato mi peso sobre las manos que no paraban de temblarme para no caerme de un lado a otro. Además, tengo sed.

A partir de ahora siempre haré ésto, tumbarme entre asiento y asiento y meter la pierna en el agujero del reposabrazos. No me canso de estar aquí, y sigo notando el mismo temblor del tren cuando rozan sus ruedas los raíles, en el fondo me gusta, aunque no debería mentirme de esta manera.
Me tumbo aquí porque estoy agotada.
No es el peso de mi cuerpo lo que me molesta, ni tampoco lo que me hace tumbarme y estar como estoy. Es todo lo que llevo dentro. Sí, ya sé que suena muy dramático, pero es la verdad. La puta y triste verdad.
No paro de poner sonrisas a los amigos cuando hay un fiambre dentro de mí. Es así. El abuso de las máscaras cala dentro y se me quitan todas las ganas de reaccionar a tiempo. A poner fin.

Hacía mucho ya que creía haber perdido la fe y la esperanza. ¿Vaya estupidez, no? Pues bien, era mentira, como de costumbre. Eso jamás se pierde, eso solamente... se desgasta. El día en que me dí cuenta de ello fue cuando dí paso a este martirio cotidiano, dónde lo único que espero al final del día es un mensaje, una llamada o una pantallita parpadeando en la que tan solo se diga algo sencillo, algo que lo diga todo y que no haga falta que se vuelva a repetir. Claro que esa llamada ni ese mensaje nunca llegará. Para la persona de la que espero algo así sólo soy... eso, una tetera.

Tampoco tengo muy claro el por qué no tengo ningún rencor, ni odio, ni nada parecido. Supongo que es más grande la pena que siento por él que otra cosa. Así que, aquí me tienes, tumbada, escribiéndote toda mi mierda sin que me mires. Esperando colgarla.
Me apostaría lo que fuera a que a tí también te ha pasado algo parecido, o incluso puede que hayas sido tú el cabrón que haya hecho algo igual.
Pero qué más da.
No soy yo a la que se le olvidó amar.
Soy yo la que si se pone frente a una ventana y observa su reflejo, puede estar medianamente orgullosa de sí misma.

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