miércoles, 29 de diciembre de 2010

Gasoline.

Banda sonora para el relato



En ese mismo momento de la noche supe que había tenido demasiada suerte saliendo fuera sin que me pasara nada todas esas veces. Comprendí todo lo que hablaban las malas lenguas sobre esas bestias, que pierden la fe en sí mismos, se apagan y se dedican a cabrear a la gente fuera de sus casas, o agredirlas. ¿Sabéis porqué lo comprendí? Porque en ese momento estaba corriendo con una manada de seres irracionales a mis espaldas.
Las callejuelas de la zona abandonada y destrozada de la ciudad de Paradox no eran un buen lugar para una chiquilla como yo, y menos en esa situación tan crítica. Estábamos en guerra. En guerra anímica o algo así. Nosotros vivíamos de nuestra luz propia, de esa autoestima que tanto despreciábamos antes. No hablo en ningún sentido, era verdad que brillábamos. Y si nos apagábamos, nos convertiríamos en otro monstruo que merodea la ciudad, buscando almas débiles para destruirlas del todo. Por egoísmo. ¿Es una mierda, verdad? Es una mierda todo eso. La situación, la gente, la poca libertad para poder salir y respirar por las mañanas. Para bailar. Para sonreír sin estar armado en la calle. Para tener ganas de vivir. Los extremos en los espíritus, los polos opuestos. Y quería reventarlo todo. Me importaba una mierda todo lo que hubiese salvo yo… y alguien más.

Está claro, que nada de esto lo pensaba en ese instante. Que tenía los labios partidos era todo lo que inundaba mi cabeza. Y el cuidado de no morderme la lengua con cada zancada al querer notar el sabor dulzón de mi sangre. La arritmia, las ganas de salir volando de ahí. Los temblores fríos que no me dejaban buscar una puta salida. Los jadeos incansables que sacaban fuerzas de dónde no las había. Temer por la vida. Ser una víctima de eso que combatía con tanto ahínco, y caer de nuevo. Mi hogar en la zona nueva, yo en la zona vieja. Kilómetros entre ellos. Maldita sea, una ecuación que no se puede despejar. Escuchaba los gemidos y los lamentos pisándome los pies, pero no sabía dónde estaban, dónde quedaban. Corría, metiéndome por cualquier sitio con salida que iluminara mi luz pobre. Si al menos hubiera estado mi hermano o mi padre… Ellos conocerían el terreno en un santiamén solo por la luz que desprendían entre tanta oscuridad fúnebre. Ni siquiera estos bichos se les acercarían. Pero nada, mala suerte, Araziel. Te ha tocado.
La desorientación y las ganas de acabar con todo me empapaban y… y me tropecé. Torpe. Como siempre. Mi cabeza se había llevado lo peor. Todas esas cosas malas se acercaban y estaban a punto de ahogarme. No me habían tocado aún, pero lo sabía. La naúsea y el frío de sus respiraciones se notaba a dos palmos de mi piel. No… no podían acabar ahí las cosas, de verdad. Tantos meses de trabajo, tanta suerte ¿para nada?. Estaba todo planeado para la siguiente noche. Yo sería la protagonista, todo estaba previsto como un reloj y… la marabunta oscura se abalanzaba sobre mí, de verdad, tan sólo notaban dentelladas en el aire y mi vida salvarse por los reflejos de la portadora. Hurgué en mi chaqueta, saqué lo primero que tenía, mis dos rotuladores. E intenté, en vano, clavarles la capucha a alguna cosa de esas que me pululaban por ahí. La adrenalina me decía a cada minuto que todo eso no era una locura, por eso la quiero tanto. Me arrastré más allá de un par de coches oxidados y caí. Lo que jamás me había pasado en todas mis aventuras, me pasó ese día. Por eso comienzo mi historia aquí.





Cuando tuve conciencia de mí misma, encharqué mis pulmones con una bocanada de aire caliente. Creí que eso era el infierno con un curioso olor a sandía antes de abrir los ojos. Olor dulzón. Todo borroso. Alguien  ahí, no veía la cara, ni la ropa, solo veía su luz. Distorsionado, por mis malditos ojos llorosos y el dolor de acostumbrarme a la claridad. Como detrás de un cristal. La mancha oscura de su cabellera se movía, como en el sueño de siempre. Bailándome. Sabía de sobra quien era, pero ni unas gracias salieron por mi boca. Esa persona sabía de sobra cuán difícil le era agradecer o admitir algo a una pequeña canalla como yo. Y como no quién no quiere la cosa, ahí estaba, en su cama, llena de bendajes y echa un gurruño ensangrentado. Con menos luz que nunca. Volví a cerrar los ojos y creo que tosí un par de veces hasta percatarme de que el chico distante gruñía más que alegrarse de mis movimientos.
Por muy fuerte que seas, un ataque así habría convertido a la víctima en carne de cañón para los juegos de todas las maldades de ahí fuera. Me lo dijo él, cuando me recogió. Sólo me acordaba de eso.

-         Será posible… - Su voz rompió contra el silencio enfermizo de la habitación. Parecía que quería que se esa frase se colara por cualquier rendija de mi inconsciente, si es que aún no había despertado. Pero yo lo sentía, esa decepción, por enésima vez consecutiva atentar contra mi muro. Como siempre, yo, oveja negra en la vida de todos, ahí puesta, estorbando a todos. Y él no tuvo su respuesta.

Noto como se mueve a mi alrededor, pero nada más. Esperaba. Y sentía ser la molestia de eso que más quería en el mundo, pero son las consecuencias a pagar cuando quieres salvar tu mundo. O volver a hacerlo. Me dolían las costillas, y tenía las piernas paralizadas. Creía que a duras penas podría moverme. Asique intenté apoyarme en mi espalda y mirar hacia el techo, y pensar todo lo que había hecho. Y dejar de darme cabezazos contra la realidad. Dejar de hacerme la dormida. Y dejar de entreabrir los ojos para verle tan desdibujado. Descansar.

-         Araziel, por dios, tus padres han vuelto a preocuparse y… - Me miró, para asegurarse de que tenía los ojos abiertos, pero siguió hablándome como si se dirigiera al vacío. Seguramente como había hecho hasta ahora. Preparándose el discurso ya tan repetido - … qué menos que salir a buscarte.
-         Gracias. – Carraspeé.
-         Podrías estar muerta.
-         Lo sé. Pero los soñadores tienen que arriesgarse. – Intenté estar seria, aunque me dolía todo.
-         Tú no eres una soñadora, eres una imprudente.
-        
-         Sí, si no llego a estar…
-         Ya…
-         Es lo de siempre, te escapas, te recogemos, te escapas, te recogemos. Has tenido mucha suerte, Araziel. – Apretaba la mandíbula, parecía que me iba a matar. La rabia inundaba sus ojos. – Nunca hasta ahora te han pillado de verdad.
-         Bueno, siempre hay una primera vez y…
-         ¡Una primera vez armado, Araziel! ¿¡A qué persona de esta maldita ciudad se le ocurre hurgar durante un mes en la ciudad vieja con sólo dos rotuladores en su bolsillo!? – Se paró. Unos segundos. Que a mí me parecieron una eternidad. – Tú tan pequeña y… y…¡Estás tarada!
-         Nah
-         ¿Qué? – Me replicó, amenazante.
-         Al menos todo está en su sitio ahora.
-         ¡No tienes ni idea de nada! ¡Mira a tu tío! – Señaló una foto de mi tío Daniel, su mejor amigo, creció con él. A la vuelta del trabajo fue asaltado por tantos, tantos seres sin espíritu que ni su luz pudo hacer nada. Ni sus manos. Ni sus armas. Y en esa foto salía tan guapo como siempre, no como seguramente estuviese en ese momento. – La he tenido todo el rato aquí, a ver si con tu suerte y las ganas que tenía de vivir, te lograba salvar, y… - Se le encharcaron los ojos. – Aquí estás, dándome el segundo susto más grande de mi vida.
-         Tú eres el tío más raro de mi vida y no te digo nada.

Se hizo el silencio.


-         ¿Qué hacías? – Ahora era todo pena.
-         ¿Dónde…?
-         ¿Dónde va a ser? ¡Ahí fuera! ¡Saliendo cada noche! ¡Nos tienes locos! – Me gritó, menos que antes, pero me gritó por igual. Y me dolían los ojos de verle moverse tan rápido.
-         Bueno, año nuevo vida nueva. – Sonreí. – Estaba haciéndote el regalo más bonito del mundo y…
-         Araziel sabes que …
-         Ya. – Sabía que él no sentía lo mismo que yo. Que tenía su vida, pero eso no era excusa para robarme las ilusiones más niñas. Vaya.
-         Además, estás majareta. No podría con tus sustos. Eres encantadora, y te odio por eso. – Odio los rechazos cuando estoy ensangrentada.
-         ¿Y mis rotuladores? – Cambio de planes. Odiaba el mundo así de extraño. Toda esa situación extraña. Si algo tenía claro en esta vida. Esque no quería dejar de pintar. Porque hasta las cosas oscuras, cuando se pintan de color, parecen mejores. Parecen otra cosa. Era mi mejor arma.
-         Sigues en tus trece, esque no vas a cambiar nunca.
-         Y mis rotuladores. – Insistí, porque los quería, y por cambiar de tema. No quería tocarle el corazón ya más de lo que lo estaba haciendo.
-         Los tiré. – Supe que estaban en su papelera.
-         Dámelos.
-         Joder…
-         ¡Son fosforescentes! Recogen la luz de todas las personas. De todo. ¡Y brillan para siempre! – ‘Como una niña’ pensé.

Y se echó las manos a la cara de la impotencia. De las ganas de odiarme aunque no pudiera. Seguro que se callaba todas las maldiciones que existían en el mundo, por no dar más tensión a la cosa. Se tiró varios minutos sentando a los pies de mi cama, sin saber qué hacer. Me callé, como cuando todo me va realmente mal. Como reprochara algo más, me iba a tirar por la ventana. Para que acabaran conmigo. Se levantó, sin decir ni mu, andó hasta el fondo de su habitación, se agachó y la cama me impedía ver qué hacía, pero suponía que buscaba en su papelera los rotuladores que la rebelde le pidió. Así era, acerté. Y se acercó y me los dejó cerca de la cara. Me miró a los ojos, le aguanté la mirada y se sentó a mi lado. No me moví, tan encojida como al despertar.

-         ¿Ahora como le digo a la señora Supertramp que estás aquí, a vísperas del año nuevo, tan destrozada como nunca?
-         Y tan destrozada como siempre. – Intenté ser sútil, por cuarta vez le pedía perdón en mi mente. Pero no me quedaba más que aparentar ser dura en esos momentos. – Seguro que se lo esperan.
-         No me vale. – Suspiró. Tan bajito que parecía que me iba a responder algo romántico y dramático a la vez. - Estoy harto. Cansado, de decirte siempre lo de siempre.
-         ¿Vísperas de año nuevo? – No quería escuchar lo mierda que soy para el mundo. Asique evite el tema, y esperé orientarme un poco para el gran golpe.
-         Sí – Si las miradas matasen, ahora mismo no estaría sobreviviendo de esa manera. La peor de ellas me había abofeteado la cara. – Más te vale recuperarte pronto. Espero que empieces a brillar ya, y que te vayas a celebrarlo lo antes posible con tus padres. Que te siguen esperando. Maldita sea. – Giraba la cabeza, ni me miraba a la cara. Y maldecía, aunque en la ciudad de Paradox estuviese prohibido. Jack estaba cabreado de verdad.
-         Lo celebraré con toda la ciudad.
-         Estás loca.
-         ¿Cuánto falta para que sea un mundo nuevo?
-         ¿Para qué?
-         Para que sea Año Nuevo. – Tosí.
-         Un par de días.
-         Al menos me queda esta noche para descansar. – Tenía solo una noche. Para darle su regalo y mi regalo.
-         A ver si es verdad que duras aquí una noche. – Me asombraba cuánto me quería. Es ironía. Pero bueno, me consolé pensando que iba con la intención de que me pusiera mejor lo antes posible. Eché un vistazo al par de rotuladores que descansaban sobre el edredón, aún con restos de sangre que no sabía muy bien si era mía o no. Pero intactos. Menos mal.
-         Jack… ¿Vendrás conmigo? – De nuevo mi tono más aniñado y lastimero se apoderó de mi garganta. A veces tenía efecto.
-         ¿A dónde?
-         Acompañarme. – Paré. A ver si colaba. – A mi casa, cuando me despierte.
-         Qué menos. Brillarás tan poco que serás presa fácil como te vuelvan a pillar, aunque no llames la atención. …Enana. – Y me miró mal de nuevo. – ¡No es por que quiera!
-         Así te doy mi regalo, también. – Le sonreí. Sabía que en el fondo me tenía un cariño sobrenatural, y lo utilicé. Volví a sonreír. Y volví a sonreír.

Y otra vez. Pero él no hizo nada. No tuve respuesta. Sé que le regalara lo que sea que le regalara, le dolería, por los sustos que le he hecho pasar. Pero no se daba cuenta de que no era nada material. Que le iba a regalar un mundo nuevo. Todito para él. Me callé, porque sé que le dolía cada palabra que salía de mi boca. Es lo que pasa cuando estás muy harto de alguien, muy harto de problemas, y hasta la mollera del egoísmo de gente como yo. Mitad sagrados, mitad monstruos, que apenas pueden brillar por sí mismos.

Jack se estiró un poco, y apagó de un toque la lámparita que se anclaba en la pared sobre el cabecero de la cama. Me encantaba su brillo tan lácteo, cristalino, como si estuviese hecho de agua. Estiré la mano para tocarle el brazo, que se apoyaba en la cama aún algo tenso, y lo recorrí con mi dedo índice, casi tan oscuro como el resto del habitáculo. La luminiscencia cambiaba cuanto más o menos apretaba, a él parecía hacerle gracia que fuese tan boba. O que él fuese tan hipnótico.

-         Voy a por agua para los dos. Duerme, anda. – Parecía más tranquilo, más que tranquilo… resignado. Me puso la mano en la frente unos segundos y marchó.

Quedaban un par de luces anaranjadas algo lejanas, ahí dónde había abierto la puerta. Los objetos entonces chorreaban lava intocable en la oscuridad de la habitación. Llamaradas suaves. Relajantes.
Antes de que volviese yo ya me había dormido.




Tarde. Oí unos murmullos. Me levanté de golpe, sudando, para mi asombro no me dolía nada ya, un alivio. Pero seguía siendo de noche. Había dormido demasiado, seguro. Me levanté con esa sensación agobiante de hacer algo, urgente, y de haberte pasado tres pueblos la hora. Respiré un poco hondo, para no dejarme llevar por los nervios. Y… y ví que Jack no estaba ahí.

-         ¡Jack! ¡Malvado! – Grité, aún envuelta en las vendas que se me salían por todas partes. Como una niña aclama a su papá si le pilla dejando su cama por la noche. Cuando se siente desamparada si no se duerme antes, con miedo de que el coco venga y la devore por todos lados. Los murmullos cesaron.
-         ¡Qué! – Se oía desde el fondo, con unos pasos que se acercaban. Crujía la madera, y la llamarada caliente y tranquila de la luz de la puerta quedó eclipsada por la de Jack. Que asomaba. - ¿Estás bien? – En su tono de voz parecía que había olvidado todo. Y yo que se la iba a liar de nuevo.
-         Sí, pero…
-         Has descansado como una marmota, señorita. – Me dijo desde la puerta, cortándome. Aunque me contestó a lo que iba a decir. – Has dormido demasiado. Hoy deberías ir a celebrar la fiesta con tu familia.
-         Mierda.
-         Les acabo de llamar para comentarles como iba la cosa. Dije que bien y parece ir bien. Asique prepárate ya. – Era una orden. – Tienes la ropa encima de la silla. Asique ya sabes.
-         Vaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaale. – Alarqué la respuesta como si eso me diera tiempo para pensar en cómo mostrarle su regalo. Cómo escaparme de ahí. Como llevarle a dónde quería llevarle. No debería haber dormido tanto. Tampoco debería haberme metido en ese tinglado.

Cerró la puerta. Y ahora sí que no veía ni una mosca, mi piel lechosa cada vez era más oscura. Y tuve que palpar sobre mi cabeza para encontrar el interruptor de la dichosa lamparilla. Cuando dí con él, la habitación pareció menos amenazante, encontré la ropa y la forma más sencilla de quitarme los millones de vueltas de venda que tenía sobre el pecho, las costillas y un brazo. Horriblemente colocadas, desorientadas como yo, por el manco de Jack. Mientras me ponía los pantalones, pensaba cómo actuar nada más salir de la puerta, no me importaba qué cara ponerle a mi familia, o al pueblo en las fiestas. Solo recapacitaba que, al fin y al cabo, el ataque de esos seres no ha venido tan mal. Porque me han metido de lleno en la casa de quién quería. Me ha ahorrado la vergüenza, contactar con él, pasar una noche en su casa y hacerme todo más sencillo. Aunque casi me cueste la vida.
La camiseta era nueva, de el señor. Básicamente porque la mía debería de estar perdida de sangre, pero nunca me lo dijo. Me puse mi chaqueta de color verde chillón y morado, con los codos rasgados. Por no decir todo rasgado. Oía ya la voz de Jack reclamándome con pesar fuera de la habitación. Qué poco cuidado. Algo que no se me debía olvidar, el pasaporte al nuevo mundo. Mis dos rotuladores. Los metí en el bolsillo derecho de la chaqueta, dónde debería estar toda arma de cualquier ciudadano de Paradox. Me lo enseñaban en la escuela.
Antes de apagar la luz y volverme una ciega con poca autoestima, Jack abrió la puerta y la claridad volvió a entrar. La salida a todo lo malo. La salida de la habitación duró menos de dos segundos, pero mi cabeza fantaseó en hacerlo una eternidad, una metáfora del cambio de etapa. Donde al final, solo estaba él.

    - Vamos, chiquilla. Y ten más cuidado aunque vayas conmigo.
     - Vaaaaaaaaaaaaaaaaaaale. – Dije con retintín chinchón.

Y ese retintín lo aproveché para adelantarme a él en el pasillo, mientras cerraba en su habitación. Aprovecharía eso para salir de allí pitando, y volver a sumergirme en las sombras. Pero esta vez para siempre. Con un poco de suerte…

-         Comparándote con ayer, ahora estás de puta madre. – Intentó hacerse el majo, o algo así. Aludió a mi estado, y mi facilidad de ponerme en pié entonces. – ¡Lo que hay que aguantar!
-         Ains… - Suspiré por el pasillo.
-         ¿Ves? ¡Con lo mona que eres cuando eres buena y no vas a mancharte las manos a la ciudad vieja! – Dijo cerrando la puerta de la entrada, a la vez colocándose la bufanda que llevaba tan caída del cuello.
-         Sabes que es para dártelo todo después.
-         Yo sólo quiero que te cuides, de verdad. – ‘Venga, Araziel, hazlo, aún está agarrado al pomo y la llave, hazlo ya, o será difícil de adelantar en una carrera cómo esa’ Era lo único que pasaba por mi mente en décimas de segundo. Porque al segundo siguiente ya estaba corriendo.

Sé que le dolía de nuevo, y que estaba harto de mí. Pero tenía que correr. No veía ningun bicho de los malos en toda esa explanada de la ciudad nueva. Y tenía que dirigirme a la pradera más alta que lindaba con toda la ciudad vieja. Parecía ser seguro sacar al menos doscientos metros de ventaja, y que él me siguiera tan rápido, tan rápido, que cuando mirara hacia atrás pareciera una estrella fugaz. Un lucero precioso, que me perseguía, sí, pero precioso aún. Jack tardó en reaccionar, paralizado por la escapada que le había hecho, le costó seguir detrás mía.

-         ¡Venga, gallina! ¿Quieres un rotu para ahuyentarlos?.

Gritaba, picándole, mirando hacia atrás, como si hiciese bromas sobre el encontronazo anterior que tanto le dolía. Sé que le escocía mucho más lo que estaba haciendo, pero era la única manera de ponerle el mundo a sus pies.

-         Joder, Araziel, otra vez no… - Escuchaba detrás mía, cada vez más lejano.

Detrás mía corría el hombre que más quería en el mundo. Y eso me ponía el doble de nerviosa que corrieran detrás mía una veintena de seres asquerosos que se peleaban entre ellos por mi poca felicidad. Porque perderle a él era peor que perder la noción de mí misma.

Seguí enterrando las zapatillas en la calzada lisa peatonal que ascendía a las afueras de la ciudad, dejandole a él atrás, y a toda la ciudad que en esa noche, lucían mejor que nunca. Pero pronto iban a lucir mejor.
Más de dos zancadas por segundo, o eso creo, o el tiempo pasaba muy rápido, o muy lento. No sabía. Sé que solo me agarraba los dos rotuladores con fuerza, hasta que en su plástico me sudaban las manos, y me palpitaba el dedo pulgar.

-         ¡Y tus padres qué! ¡Araziel! – Jadeaba, ahí atrás, no me hacía una idea de por dónde iba o iba a aparecer. - ¡No puedes hacer esto!

‘Sí que puedo cambiar tu mundo.’ Pensé. Y eso me dio más fuerzas para desprenderme de todos esos sitios de luz sin color. Todo estaba silencioso. Y yo cada vez más arriba. Las piernas se movían automáticamente, marchacándose un ritmo sin música, aunque pareciera mentira. Después de unos minutos corriendo sin oír nada, ya no pisé calzada, sino gravilla. Y la cosa seguro que empeoraría, me acercaba a la ciudad antigua. Sabía que Jack seguía a mi espalda, porque veía su claridad proyectando mi sombra delante, como una persecución agónica entre el depredador y la presa. Y no se daba cuenta de que era al revés, y eso me hacía mucha gracia.
‘Al fin’ me dije para mí misma cuando ví la barandilla deseada. Anclada en la cima de un montón de chatarra oxidada, barriles sucios, escombros de antiguas casas, retales estropeados y unos cuantos vehículos sin ruedas. Un lugar perfecto, sin duda, para empezar a crear. Quedaban unos cuantos metros cuando oigo unos jadeos cerca de mí, igual que la otra vez, pero más humanos. Faltaban los cuchicheos y la velocidad de su lenguaje. Algo me golpeó el tobillo derecho, justo cuando fui a apoyarlo para pegar la siguiente zancada. Y me arrastré tres metros por delante después de ese tropezón. La sombra de mi cuerpo era más intensa. Y la luz ya no me dejaba ver ni las estrellas, ni la cima, ni nada de nada.

-         Eres gilipollas. – Dijo Mr. Jack. Y me cogió del tobillo jodido, masajeándolo y a la vez tirando de él para que poco a poco, me incorporara y me devolviera a mi sitio.
-         Mierda.
-         Ni mierda ni nada, joder. Ahora mismo vienes conmigo.
-         Déjame darte mi regalo, por favor, por favor. – Sacudí su mano de mi pierna, le supliqué, agachándome, mientras él avanzaba hacia la ciudad. Dejándose caer entre la tierra. Sin darse la vuelta.

Jack no dijo nada, absolutamente nada, seguro que omitió mandarme a la mierda. Y perdió lo último que se pierde sobre las personas, que es la esperanza.
Dudé. Y luego no. Seguí adelante. Apenas podía ver o iluminar la barandilla dónde debería sentarme para hacerlo. Intenté subir entre toda esa chatarra a ciegas, esperando estar arriba y llamarle con todas mis fuerzas. Empecé a escalar, memoria visual retentiva, lo llaman. Y me rajé la mano. Las cosas no es que fuesen la mar de bonitas en todo ese cúmulo de basura que es la cima de la ciudad de las cielos, más bien peligrabas si no te andabas con cuidado por mucho sin-espíritu que hubiese ahí fuera. Las cosas no eran perfectas, la chatarra podría rajarte la pierna en cualquier momento, o un escombro hacerte tropezar y dejarte en banquete para los que quieren algo de luz.
Me chupé la mano, apenas me lamenté, y miré a Jack, tan a lo lejos. Sentado. No había avanzado más. Estaba ahí solo, esperando a que bajase con él o algo, sin girarse ni un poquitín. Podía ver detalladamente como una colmena de velos oscuros levitaban a su alrededor, poco a poco, acechando a menos de dos metros suyos. Y la seguridad de el chaval ni él, se inmutaban. Sentí asco al ver que esos fantasmas extraños casi me absorvían la vida hace unas horas. El rey seguía sentado, y la servidora se estiraba para alcanzar la maldita barandilla. Cuando la pillé, con algo de impulso me puse sobre ella. Me coloqué, para no caerme, y coger todo el aire del mundo, simular un megáfono con mis manos y gritar

-         ¡Jack! ¡Jack! ¡Ven! ¡Aquí está! – Bajé las manos, me agarré a la barandilla y balanceé los pies.

Le miré un momento hasta ver que se levantaba, o que al menos, esa luz tan lejana se movía, y lo estaba haciendo hacia mí. No me contestó. Asique, asegurándome, miré al cielo y sonreí. Era mi noche de suerte, y además, ahí arriba, dónde todo era tan oscuro y asqueroso, se veían millones de estrellas preciosas.
Jack se acercaba más. Y en un santiamén había escalado el vertedero ese, y se había colocado a mi lado.



-         Menudos sustos me das, canija. – Se hizo el silencio.
-         Ya, pero ¿no te gusta?
-         ¿Ver toda la ciudad así de lejos y estar corriendo un riesgo que ni te imaginas?
-         No, las estrellas.
-        

Y se quedó un rato embobado, mirándolas, aunque con su luz yo no podía verlas todas. Sabía que pocas veces había vivido aquello, y aproveché para sacar los rotuladores y ponerlos a su lado.

-         ¿Qué haces? – Me preguntó sin despegar la cara embobada de la bóveda celeste.
-         Morirme de vergüenza. – Eludí el movimiento de los rotuladores.
-         ¿Eh?
-         Sí, que me muero de vergüenza. – Y me miró. – Recluta entre todo ésto. Tanta lucha innecesaria. Compartiendo el nuevo día contigo.
-         ¡Te estás poniendo roja como si me pidieras matrimonio! – Me cortó. Y se reía.
-         Casi lo estoy haciendo. – Me reí.- Creo que es hora de contarte cuál es tu regalo, el porqué de las escapadas a este maldito sitio. – Sonreí, tímidamente, abriéndome.
-        

Su expresión extraña, como si no esperara eso o no quisiera saberlo, me dio pié a quitarle la capucha al rotulador adecuado. El que no tenía la palabra ‘Boom’ mal escrita en su cuerpo. Y empecé a forcejear encima de la barandilla con Jack, entre carcajadas mías primero, después conjuntas. Para pintarle la cara.

-         ¡Tarada! ¡Pero qué haces! – Decía casi llorando de la risa. De las cosquillas que le hacía ahí para que me soltara la mano que pretendía pintarle.
-         ¡Dejame pintarte los labios como una chiquilla!
-         ¿¡Estás tonta o qué?!
-         ¡Venga! ¡Que forma parte de tu regalo!

Paró, puso la resistencia justa. Y se dejó. En vez de los labios le pinté una sonrisa enorme en la cara. Que no se veía. Pero bueno. El color fosforescente en la luz es una tontería.

-         Mierda, no se vé nada de nada.
-         Mejor – Me dijo riéndose, como saliéndose con la suya. – Pequeña majara.
-         Cada noche robaba gasolina de cada depósito abandonado de la antigua ciudad.
-         … - No se lo esperaba, y todo frenó en seco.- ¿Para qué?
-         Para tu regalo.
-         ¿Fuegos artificiales? –Se ponía excusas a sí mismo.
-         No seas mongol. ¡Es para dinamitar el mundo! – Le abracé, para no caerme, con un rotulador en cada mano que más que empachados estarían de su luz. Los cuchicheos y murmullos de los seres más penosos del planeta estaban alrededor mía. Los notaba, hacía frío. Pero yo abrazaba al lucero más increíble kilómetros a la redonda.
-         ¡Venga! – y soltó una carcajada que hizo eco. Aunque fuese un espacio abierto.
-         ¿No fuiste tú quién me pillastes en fisgoneando en la casa de los Gallows? – Sonreí.
-         Sí, y te llevaste una bronca enorme por ello. ¡Maldita seas! ¡Siempre te metes dónde no te llaman! ¡Encima sabes que han tenido últimamente unos robos como la copa de un pino! – Gritaste al frente, sin ver a nadie, más que la ciudad nueva luminiscente en todo ese abismo. Como si se tratara de un organismo abisal que creciera por su propio pie, a pequeños pasos, desde el suelo.
Yo te miraba apoyando mi mejilla en tu pecho. Sonriendo por lo inocente que eras, aunque no lo parecieras, ahí dentro. Justo dónde tenía puesta mi oreja. Te callaste, reíste un poco por toda esa locura, y me viste sonreír.

-         ¿Qué? – Preguntaste.
-         No se me había perdido ninguna pelota en el desván de los Gallows, Jack. – Le sonreí con los ojos.
-         ¿Cómo? – Pregunta de desorientado.
-         Todos estos meses he estado acumulando bolsas y bolsas de gasolina en todos los rincones de la ciudad.
-        
-         Y uno de ellos, es el desván de todas las casas. – Silencio.- Sí, hasta en la mía hay.

Ahora Jack miraba la ciudad, más atónito que nunca. Como si fuese a verla por última vez y quisiera grabársela en su mente para siempre.

-         ¿Y… ahora qué? – Dijo mirando la ciudad. Pronunciando cada palabra una hora eterna, tranquilo pero sin estarlo.
-         Simplemente sé feliz y yo haré el resto. – Seguía sonriendo, porque me había salido con la mía.
-         ¿Qué harás? – Dijo igual de pausado.
-         Pintar.
-         ¿Cómo que pintar?
-         Cuando todo se apague, puedo pintar con rotuladores fosforescentes hasta corazones en la mierda de esta ciudad. Todo habrá desaparecido, todo habrá oscurecido. ¡Las estrellas se verán mejor! ¡Y solo se verá lo que yo quiera dibujar!
-        
-         Nada tendrá luz. Todo estará sepultado. Todo estará igual. Y tan sólo hay que volverlo a crear, y volvérnoslo a creer. – Jack quiso decir algo, medio trabado, pero le tapé la boce en el momento justo. Interrumpiendo. - ¿Quieres pintar conmigo tu nuevo mundo?
 


Jack no dejaba de mirar la ciudad como si fuese a dejar todo. Sin percatarse de que era ‘todo’ lo que le esperaba por delante. Le agarré de la mano, que la tenía fría como el hielo a pesar de brillar como el agua, como siempre. Le acerqué el otro rotulador, y le dije que lo abriese si quería descubrir algo mejor.

-         Eres la chica más rara de toda mi vida. – Me dijo, sin mirarme, atónito. Acercándose a abrir el rotulador que tenía en la mano.

Lo destapó. Me encantó que el mecanismo de detonación y el pasaporte al nuevo mundo estuviese en sus manos. Y fuese él quién lo eligiera. La casa en la que me había curado las magulladuras de autoestima fue la primera en volar por los aires. Y las fuentes de las pequeñas plazas que presidían el centro, escupían gasolina en vez de agua. Las llamaradas saltaban como delfines en auge. El agua era lava, la luz anaranjada anunciaba libertad. Le cojí de la mano mientras mi casa y mi familia se detonaban en directa, y detrás de ellos, como una traca, el resto de vecindarios se hacía añicos. El fuego ahogó la ciudad nueva como un tsunami, cobrándose la mayoría de víctimas posibles. La luz de la última llamarada, del árbol creciente hacia el cielo alimentó para siempre a aquellos que la necesitaban. Entre ellos mi tío. A todos los alimentó de cenizas.
Estrictamente calculado para que ahí, en lo alto, fuese una vista preciosa. Cuando la burbuja de fuego descendió al centro del Apocalipsis, apreté su mano contra la mía. Le miré la cara. Tan asombrado como nunca, tan destrozado como nunca a la vez. La luz naranja le cegó su propia vertiente de la misma, y por primera vez el reflejo de las lenguas brillantes se pudieron ver en sus ojos. Dilatados. Fijos. Con la boca semiabierta durante unos minutos que parecieron ser horas.

-         Supongo que hay que morir para volver a nacer.
-         Te quiero. – Le besé. - ¿Ahora te lo crees? – y por primera vez tembló el corazón de mi cabeza. I couldn’t take my eyes of you.

No dijo nada. Tampoco lo quería. Miramos juntos el destrozo humano que habíamos hecho. Abrazados y helados, entre toda esa chatarra. Ese óxido y esa barrera inquebrantable de mierda, que era lo que éramos. Por un momento pensé todo lo que había hecho. Por un momento creo que él también lo hizo. Porque ambos estallamos en carcajadas al mismo tiempo. Desquiciados. Y ahí estábamos, reclutas en todo eso. Ahí estábamos,  con el sentido del humor más increíble que al parecer había parido la tierra.





… Cuando todo se apagó, solo quedaba su sonrisa. Que brillaba fosforescente. Con un tono verde chillón como era el de mi chaqueta. Que seguía riéndose maniácamente. Parecía flotar entre toda la oscuridad ahora. Y era lo único que quería ver. Lo único, en el mundo. Aguanté abrazada, hasta que paró de reír. Callada, mirona, temblorosa de emoción. Bailarina. Perdida. Alegre. Con mi rotulador te dibujé en el brazo, y un ‘Hey!’ asomaba poco a poco, recreándose, sobre tu piel, tan luminoso como eras tú. Enseñándote que toda luz puede volver a nacer ¡Y de nuestras manos ahora!. Me buscaste la cara palpando, me acariciaste la mejilla.



-         Fin. – Sonreí para nada.
-         ¿Habrá continuación? – Me dijiste preocupado. Y me hipnotizaste con cada movimiento de tus labios brillantes.
-         Eso ya solo depende de si quieres dibujar conmigo o no.
-         ¿Me dejas estar a tu lado?
-         Ahora mismo eres el único que lo está.




Dedicado a Jack.

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