viernes, 26 de noviembre de 2010

Bloodseeker.

El asesinato perfecto es el que te satisface, aunque lo pongas todo perdido.

Siempre me dicen que soy una guarra y una desordenada con respecto a las habitaciones, pero jamás había manchado tanto hasta ese día. La habitación vacía y sin muebles hacía eco a cada latido, parecía encharcada de aquel líquido negruzco, hasta las cortinas chorreaban un color rojo y pardo, como si se acabaran de aclarar en las aguas de la plaga de Egipto. Y ahí estaba, el personaje principal de esa macabra función, la puta que me hacía llorar con su éxito, tirada en el suelo, inmóvil. El instrumento protagonista, afilado como las garras de un felino, aún musitaba ánimos desde mi mano derecha, y yo, con los pies enterrados bajo el cuerpo boca abajo, observaba con sorpresa mi gran obra maestra. Es así, la sangre se derramaba pasionalmente, autobombeándose, muerta, en el suelo blanco. Las huellas agónicas arrastradas en las paredes enyesadas eran la guinda de MI pastel.

Si algo me gusta hasta la saciedad, son los planes a largo plazo, porque son efectivos. Profesionales. El pelo de la muchacha era áspero, mojado, lo acaricié agachándome con mi mano izquierda, lentamente, incluso dejando un rastro de aire lascivo. Delicioso, los dedos se entrelazaban en su nuca en carne viva, ahí pegué el tirón de justicia. Ahora, la mitad del cuerpo levitaba a la altura de mis muslos, como los hilos de un títere colgaba su cabeza de mis manos descabelladas.
Y empecé a cortar.
Ahí donde se une la vida con la carne.
En su mismísimo cuello.
 A tirones, la gravedad hacía presencia, el cuerpo pesado se separaba unos centímetros del cráneo a cada corte. La sangre del cuerpo aún caliente recorría mis piernas a borbotones, en grandes ríos que desprendían su olor metálico característico, a veces dulzón. Muy dulzón. De hecho, me hubiera gustado haberlo bebido a litros, alomejor me llegaba a tragar hasta su alma. El último golpe contra el suelo, un cuerpo muerto y un trofeo en mis manos fué lo que quedó y lo que buscaba. Por un momento deliré, ví como aquella cabeza abría los ojos y sonreía, como siempre, después de putearme la vida, pero ésta vez era distinto porque estaba ella en mis manos, y no al revés.

Y una profunda satisfacción me empapó hasta las entrañas, con flujo vaginal, con elixir de vida, con sangre. Como si me hubiera caído la mejor y más melancólica tromba de agua en otoño. Me empapaba el lugar izquierdo de la mano de Dios.



 
Hay heridas que solo se curan con raticida.

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