miércoles, 29 de diciembre de 2010

Gasoline.

Banda sonora para el relato



En ese mismo momento de la noche supe que había tenido demasiada suerte saliendo fuera sin que me pasara nada todas esas veces. Comprendí todo lo que hablaban las malas lenguas sobre esas bestias, que pierden la fe en sí mismos, se apagan y se dedican a cabrear a la gente fuera de sus casas, o agredirlas. ¿Sabéis porqué lo comprendí? Porque en ese momento estaba corriendo con una manada de seres irracionales a mis espaldas.
Las callejuelas de la zona abandonada y destrozada de la ciudad de Paradox no eran un buen lugar para una chiquilla como yo, y menos en esa situación tan crítica. Estábamos en guerra. En guerra anímica o algo así. Nosotros vivíamos de nuestra luz propia, de esa autoestima que tanto despreciábamos antes. No hablo en ningún sentido, era verdad que brillábamos. Y si nos apagábamos, nos convertiríamos en otro monstruo que merodea la ciudad, buscando almas débiles para destruirlas del todo. Por egoísmo. ¿Es una mierda, verdad? Es una mierda todo eso. La situación, la gente, la poca libertad para poder salir y respirar por las mañanas. Para bailar. Para sonreír sin estar armado en la calle. Para tener ganas de vivir. Los extremos en los espíritus, los polos opuestos. Y quería reventarlo todo. Me importaba una mierda todo lo que hubiese salvo yo… y alguien más.

Está claro, que nada de esto lo pensaba en ese instante. Que tenía los labios partidos era todo lo que inundaba mi cabeza. Y el cuidado de no morderme la lengua con cada zancada al querer notar el sabor dulzón de mi sangre. La arritmia, las ganas de salir volando de ahí. Los temblores fríos que no me dejaban buscar una puta salida. Los jadeos incansables que sacaban fuerzas de dónde no las había. Temer por la vida. Ser una víctima de eso que combatía con tanto ahínco, y caer de nuevo. Mi hogar en la zona nueva, yo en la zona vieja. Kilómetros entre ellos. Maldita sea, una ecuación que no se puede despejar. Escuchaba los gemidos y los lamentos pisándome los pies, pero no sabía dónde estaban, dónde quedaban. Corría, metiéndome por cualquier sitio con salida que iluminara mi luz pobre. Si al menos hubiera estado mi hermano o mi padre… Ellos conocerían el terreno en un santiamén solo por la luz que desprendían entre tanta oscuridad fúnebre. Ni siquiera estos bichos se les acercarían. Pero nada, mala suerte, Araziel. Te ha tocado.
La desorientación y las ganas de acabar con todo me empapaban y… y me tropecé. Torpe. Como siempre. Mi cabeza se había llevado lo peor. Todas esas cosas malas se acercaban y estaban a punto de ahogarme. No me habían tocado aún, pero lo sabía. La naúsea y el frío de sus respiraciones se notaba a dos palmos de mi piel. No… no podían acabar ahí las cosas, de verdad. Tantos meses de trabajo, tanta suerte ¿para nada?. Estaba todo planeado para la siguiente noche. Yo sería la protagonista, todo estaba previsto como un reloj y… la marabunta oscura se abalanzaba sobre mí, de verdad, tan sólo notaban dentelladas en el aire y mi vida salvarse por los reflejos de la portadora. Hurgué en mi chaqueta, saqué lo primero que tenía, mis dos rotuladores. E intenté, en vano, clavarles la capucha a alguna cosa de esas que me pululaban por ahí. La adrenalina me decía a cada minuto que todo eso no era una locura, por eso la quiero tanto. Me arrastré más allá de un par de coches oxidados y caí. Lo que jamás me había pasado en todas mis aventuras, me pasó ese día. Por eso comienzo mi historia aquí.





Cuando tuve conciencia de mí misma, encharqué mis pulmones con una bocanada de aire caliente. Creí que eso era el infierno con un curioso olor a sandía antes de abrir los ojos. Olor dulzón. Todo borroso. Alguien  ahí, no veía la cara, ni la ropa, solo veía su luz. Distorsionado, por mis malditos ojos llorosos y el dolor de acostumbrarme a la claridad. Como detrás de un cristal. La mancha oscura de su cabellera se movía, como en el sueño de siempre. Bailándome. Sabía de sobra quien era, pero ni unas gracias salieron por mi boca. Esa persona sabía de sobra cuán difícil le era agradecer o admitir algo a una pequeña canalla como yo. Y como no quién no quiere la cosa, ahí estaba, en su cama, llena de bendajes y echa un gurruño ensangrentado. Con menos luz que nunca. Volví a cerrar los ojos y creo que tosí un par de veces hasta percatarme de que el chico distante gruñía más que alegrarse de mis movimientos.
Por muy fuerte que seas, un ataque así habría convertido a la víctima en carne de cañón para los juegos de todas las maldades de ahí fuera. Me lo dijo él, cuando me recogió. Sólo me acordaba de eso.

-         Será posible… - Su voz rompió contra el silencio enfermizo de la habitación. Parecía que quería que se esa frase se colara por cualquier rendija de mi inconsciente, si es que aún no había despertado. Pero yo lo sentía, esa decepción, por enésima vez consecutiva atentar contra mi muro. Como siempre, yo, oveja negra en la vida de todos, ahí puesta, estorbando a todos. Y él no tuvo su respuesta.

Noto como se mueve a mi alrededor, pero nada más. Esperaba. Y sentía ser la molestia de eso que más quería en el mundo, pero son las consecuencias a pagar cuando quieres salvar tu mundo. O volver a hacerlo. Me dolían las costillas, y tenía las piernas paralizadas. Creía que a duras penas podría moverme. Asique intenté apoyarme en mi espalda y mirar hacia el techo, y pensar todo lo que había hecho. Y dejar de darme cabezazos contra la realidad. Dejar de hacerme la dormida. Y dejar de entreabrir los ojos para verle tan desdibujado. Descansar.

-         Araziel, por dios, tus padres han vuelto a preocuparse y… - Me miró, para asegurarse de que tenía los ojos abiertos, pero siguió hablándome como si se dirigiera al vacío. Seguramente como había hecho hasta ahora. Preparándose el discurso ya tan repetido - … qué menos que salir a buscarte.
-         Gracias. – Carraspeé.
-         Podrías estar muerta.
-         Lo sé. Pero los soñadores tienen que arriesgarse. – Intenté estar seria, aunque me dolía todo.
-         Tú no eres una soñadora, eres una imprudente.
-        
-         Sí, si no llego a estar…
-         Ya…
-         Es lo de siempre, te escapas, te recogemos, te escapas, te recogemos. Has tenido mucha suerte, Araziel. – Apretaba la mandíbula, parecía que me iba a matar. La rabia inundaba sus ojos. – Nunca hasta ahora te han pillado de verdad.
-         Bueno, siempre hay una primera vez y…
-         ¡Una primera vez armado, Araziel! ¿¡A qué persona de esta maldita ciudad se le ocurre hurgar durante un mes en la ciudad vieja con sólo dos rotuladores en su bolsillo!? – Se paró. Unos segundos. Que a mí me parecieron una eternidad. – Tú tan pequeña y… y…¡Estás tarada!
-         Nah
-         ¿Qué? – Me replicó, amenazante.
-         Al menos todo está en su sitio ahora.
-         ¡No tienes ni idea de nada! ¡Mira a tu tío! – Señaló una foto de mi tío Daniel, su mejor amigo, creció con él. A la vuelta del trabajo fue asaltado por tantos, tantos seres sin espíritu que ni su luz pudo hacer nada. Ni sus manos. Ni sus armas. Y en esa foto salía tan guapo como siempre, no como seguramente estuviese en ese momento. – La he tenido todo el rato aquí, a ver si con tu suerte y las ganas que tenía de vivir, te lograba salvar, y… - Se le encharcaron los ojos. – Aquí estás, dándome el segundo susto más grande de mi vida.
-         Tú eres el tío más raro de mi vida y no te digo nada.

Se hizo el silencio.


-         ¿Qué hacías? – Ahora era todo pena.
-         ¿Dónde…?
-         ¿Dónde va a ser? ¡Ahí fuera! ¡Saliendo cada noche! ¡Nos tienes locos! – Me gritó, menos que antes, pero me gritó por igual. Y me dolían los ojos de verle moverse tan rápido.
-         Bueno, año nuevo vida nueva. – Sonreí. – Estaba haciéndote el regalo más bonito del mundo y…
-         Araziel sabes que …
-         Ya. – Sabía que él no sentía lo mismo que yo. Que tenía su vida, pero eso no era excusa para robarme las ilusiones más niñas. Vaya.
-         Además, estás majareta. No podría con tus sustos. Eres encantadora, y te odio por eso. – Odio los rechazos cuando estoy ensangrentada.
-         ¿Y mis rotuladores? – Cambio de planes. Odiaba el mundo así de extraño. Toda esa situación extraña. Si algo tenía claro en esta vida. Esque no quería dejar de pintar. Porque hasta las cosas oscuras, cuando se pintan de color, parecen mejores. Parecen otra cosa. Era mi mejor arma.
-         Sigues en tus trece, esque no vas a cambiar nunca.
-         Y mis rotuladores. – Insistí, porque los quería, y por cambiar de tema. No quería tocarle el corazón ya más de lo que lo estaba haciendo.
-         Los tiré. – Supe que estaban en su papelera.
-         Dámelos.
-         Joder…
-         ¡Son fosforescentes! Recogen la luz de todas las personas. De todo. ¡Y brillan para siempre! – ‘Como una niña’ pensé.

Y se echó las manos a la cara de la impotencia. De las ganas de odiarme aunque no pudiera. Seguro que se callaba todas las maldiciones que existían en el mundo, por no dar más tensión a la cosa. Se tiró varios minutos sentando a los pies de mi cama, sin saber qué hacer. Me callé, como cuando todo me va realmente mal. Como reprochara algo más, me iba a tirar por la ventana. Para que acabaran conmigo. Se levantó, sin decir ni mu, andó hasta el fondo de su habitación, se agachó y la cama me impedía ver qué hacía, pero suponía que buscaba en su papelera los rotuladores que la rebelde le pidió. Así era, acerté. Y se acercó y me los dejó cerca de la cara. Me miró a los ojos, le aguanté la mirada y se sentó a mi lado. No me moví, tan encojida como al despertar.

-         ¿Ahora como le digo a la señora Supertramp que estás aquí, a vísperas del año nuevo, tan destrozada como nunca?
-         Y tan destrozada como siempre. – Intenté ser sútil, por cuarta vez le pedía perdón en mi mente. Pero no me quedaba más que aparentar ser dura en esos momentos. – Seguro que se lo esperan.
-         No me vale. – Suspiró. Tan bajito que parecía que me iba a responder algo romántico y dramático a la vez. - Estoy harto. Cansado, de decirte siempre lo de siempre.
-         ¿Vísperas de año nuevo? – No quería escuchar lo mierda que soy para el mundo. Asique evite el tema, y esperé orientarme un poco para el gran golpe.
-         Sí – Si las miradas matasen, ahora mismo no estaría sobreviviendo de esa manera. La peor de ellas me había abofeteado la cara. – Más te vale recuperarte pronto. Espero que empieces a brillar ya, y que te vayas a celebrarlo lo antes posible con tus padres. Que te siguen esperando. Maldita sea. – Giraba la cabeza, ni me miraba a la cara. Y maldecía, aunque en la ciudad de Paradox estuviese prohibido. Jack estaba cabreado de verdad.
-         Lo celebraré con toda la ciudad.
-         Estás loca.
-         ¿Cuánto falta para que sea un mundo nuevo?
-         ¿Para qué?
-         Para que sea Año Nuevo. – Tosí.
-         Un par de días.
-         Al menos me queda esta noche para descansar. – Tenía solo una noche. Para darle su regalo y mi regalo.
-         A ver si es verdad que duras aquí una noche. – Me asombraba cuánto me quería. Es ironía. Pero bueno, me consolé pensando que iba con la intención de que me pusiera mejor lo antes posible. Eché un vistazo al par de rotuladores que descansaban sobre el edredón, aún con restos de sangre que no sabía muy bien si era mía o no. Pero intactos. Menos mal.
-         Jack… ¿Vendrás conmigo? – De nuevo mi tono más aniñado y lastimero se apoderó de mi garganta. A veces tenía efecto.
-         ¿A dónde?
-         Acompañarme. – Paré. A ver si colaba. – A mi casa, cuando me despierte.
-         Qué menos. Brillarás tan poco que serás presa fácil como te vuelvan a pillar, aunque no llames la atención. …Enana. – Y me miró mal de nuevo. – ¡No es por que quiera!
-         Así te doy mi regalo, también. – Le sonreí. Sabía que en el fondo me tenía un cariño sobrenatural, y lo utilicé. Volví a sonreír. Y volví a sonreír.

Y otra vez. Pero él no hizo nada. No tuve respuesta. Sé que le regalara lo que sea que le regalara, le dolería, por los sustos que le he hecho pasar. Pero no se daba cuenta de que no era nada material. Que le iba a regalar un mundo nuevo. Todito para él. Me callé, porque sé que le dolía cada palabra que salía de mi boca. Es lo que pasa cuando estás muy harto de alguien, muy harto de problemas, y hasta la mollera del egoísmo de gente como yo. Mitad sagrados, mitad monstruos, que apenas pueden brillar por sí mismos.

Jack se estiró un poco, y apagó de un toque la lámparita que se anclaba en la pared sobre el cabecero de la cama. Me encantaba su brillo tan lácteo, cristalino, como si estuviese hecho de agua. Estiré la mano para tocarle el brazo, que se apoyaba en la cama aún algo tenso, y lo recorrí con mi dedo índice, casi tan oscuro como el resto del habitáculo. La luminiscencia cambiaba cuanto más o menos apretaba, a él parecía hacerle gracia que fuese tan boba. O que él fuese tan hipnótico.

-         Voy a por agua para los dos. Duerme, anda. – Parecía más tranquilo, más que tranquilo… resignado. Me puso la mano en la frente unos segundos y marchó.

Quedaban un par de luces anaranjadas algo lejanas, ahí dónde había abierto la puerta. Los objetos entonces chorreaban lava intocable en la oscuridad de la habitación. Llamaradas suaves. Relajantes.
Antes de que volviese yo ya me había dormido.




Tarde. Oí unos murmullos. Me levanté de golpe, sudando, para mi asombro no me dolía nada ya, un alivio. Pero seguía siendo de noche. Había dormido demasiado, seguro. Me levanté con esa sensación agobiante de hacer algo, urgente, y de haberte pasado tres pueblos la hora. Respiré un poco hondo, para no dejarme llevar por los nervios. Y… y ví que Jack no estaba ahí.

-         ¡Jack! ¡Malvado! – Grité, aún envuelta en las vendas que se me salían por todas partes. Como una niña aclama a su papá si le pilla dejando su cama por la noche. Cuando se siente desamparada si no se duerme antes, con miedo de que el coco venga y la devore por todos lados. Los murmullos cesaron.
-         ¡Qué! – Se oía desde el fondo, con unos pasos que se acercaban. Crujía la madera, y la llamarada caliente y tranquila de la luz de la puerta quedó eclipsada por la de Jack. Que asomaba. - ¿Estás bien? – En su tono de voz parecía que había olvidado todo. Y yo que se la iba a liar de nuevo.
-         Sí, pero…
-         Has descansado como una marmota, señorita. – Me dijo desde la puerta, cortándome. Aunque me contestó a lo que iba a decir. – Has dormido demasiado. Hoy deberías ir a celebrar la fiesta con tu familia.
-         Mierda.
-         Les acabo de llamar para comentarles como iba la cosa. Dije que bien y parece ir bien. Asique prepárate ya. – Era una orden. – Tienes la ropa encima de la silla. Asique ya sabes.
-         Vaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaale. – Alarqué la respuesta como si eso me diera tiempo para pensar en cómo mostrarle su regalo. Cómo escaparme de ahí. Como llevarle a dónde quería llevarle. No debería haber dormido tanto. Tampoco debería haberme metido en ese tinglado.

Cerró la puerta. Y ahora sí que no veía ni una mosca, mi piel lechosa cada vez era más oscura. Y tuve que palpar sobre mi cabeza para encontrar el interruptor de la dichosa lamparilla. Cuando dí con él, la habitación pareció menos amenazante, encontré la ropa y la forma más sencilla de quitarme los millones de vueltas de venda que tenía sobre el pecho, las costillas y un brazo. Horriblemente colocadas, desorientadas como yo, por el manco de Jack. Mientras me ponía los pantalones, pensaba cómo actuar nada más salir de la puerta, no me importaba qué cara ponerle a mi familia, o al pueblo en las fiestas. Solo recapacitaba que, al fin y al cabo, el ataque de esos seres no ha venido tan mal. Porque me han metido de lleno en la casa de quién quería. Me ha ahorrado la vergüenza, contactar con él, pasar una noche en su casa y hacerme todo más sencillo. Aunque casi me cueste la vida.
La camiseta era nueva, de el señor. Básicamente porque la mía debería de estar perdida de sangre, pero nunca me lo dijo. Me puse mi chaqueta de color verde chillón y morado, con los codos rasgados. Por no decir todo rasgado. Oía ya la voz de Jack reclamándome con pesar fuera de la habitación. Qué poco cuidado. Algo que no se me debía olvidar, el pasaporte al nuevo mundo. Mis dos rotuladores. Los metí en el bolsillo derecho de la chaqueta, dónde debería estar toda arma de cualquier ciudadano de Paradox. Me lo enseñaban en la escuela.
Antes de apagar la luz y volverme una ciega con poca autoestima, Jack abrió la puerta y la claridad volvió a entrar. La salida a todo lo malo. La salida de la habitación duró menos de dos segundos, pero mi cabeza fantaseó en hacerlo una eternidad, una metáfora del cambio de etapa. Donde al final, solo estaba él.

    - Vamos, chiquilla. Y ten más cuidado aunque vayas conmigo.
     - Vaaaaaaaaaaaaaaaaaaale. – Dije con retintín chinchón.

Y ese retintín lo aproveché para adelantarme a él en el pasillo, mientras cerraba en su habitación. Aprovecharía eso para salir de allí pitando, y volver a sumergirme en las sombras. Pero esta vez para siempre. Con un poco de suerte…

-         Comparándote con ayer, ahora estás de puta madre. – Intentó hacerse el majo, o algo así. Aludió a mi estado, y mi facilidad de ponerme en pié entonces. – ¡Lo que hay que aguantar!
-         Ains… - Suspiré por el pasillo.
-         ¿Ves? ¡Con lo mona que eres cuando eres buena y no vas a mancharte las manos a la ciudad vieja! – Dijo cerrando la puerta de la entrada, a la vez colocándose la bufanda que llevaba tan caída del cuello.
-         Sabes que es para dártelo todo después.
-         Yo sólo quiero que te cuides, de verdad. – ‘Venga, Araziel, hazlo, aún está agarrado al pomo y la llave, hazlo ya, o será difícil de adelantar en una carrera cómo esa’ Era lo único que pasaba por mi mente en décimas de segundo. Porque al segundo siguiente ya estaba corriendo.

Sé que le dolía de nuevo, y que estaba harto de mí. Pero tenía que correr. No veía ningun bicho de los malos en toda esa explanada de la ciudad nueva. Y tenía que dirigirme a la pradera más alta que lindaba con toda la ciudad vieja. Parecía ser seguro sacar al menos doscientos metros de ventaja, y que él me siguiera tan rápido, tan rápido, que cuando mirara hacia atrás pareciera una estrella fugaz. Un lucero precioso, que me perseguía, sí, pero precioso aún. Jack tardó en reaccionar, paralizado por la escapada que le había hecho, le costó seguir detrás mía.

-         ¡Venga, gallina! ¿Quieres un rotu para ahuyentarlos?.

Gritaba, picándole, mirando hacia atrás, como si hiciese bromas sobre el encontronazo anterior que tanto le dolía. Sé que le escocía mucho más lo que estaba haciendo, pero era la única manera de ponerle el mundo a sus pies.

-         Joder, Araziel, otra vez no… - Escuchaba detrás mía, cada vez más lejano.

Detrás mía corría el hombre que más quería en el mundo. Y eso me ponía el doble de nerviosa que corrieran detrás mía una veintena de seres asquerosos que se peleaban entre ellos por mi poca felicidad. Porque perderle a él era peor que perder la noción de mí misma.

Seguí enterrando las zapatillas en la calzada lisa peatonal que ascendía a las afueras de la ciudad, dejandole a él atrás, y a toda la ciudad que en esa noche, lucían mejor que nunca. Pero pronto iban a lucir mejor.
Más de dos zancadas por segundo, o eso creo, o el tiempo pasaba muy rápido, o muy lento. No sabía. Sé que solo me agarraba los dos rotuladores con fuerza, hasta que en su plástico me sudaban las manos, y me palpitaba el dedo pulgar.

-         ¡Y tus padres qué! ¡Araziel! – Jadeaba, ahí atrás, no me hacía una idea de por dónde iba o iba a aparecer. - ¡No puedes hacer esto!

‘Sí que puedo cambiar tu mundo.’ Pensé. Y eso me dio más fuerzas para desprenderme de todos esos sitios de luz sin color. Todo estaba silencioso. Y yo cada vez más arriba. Las piernas se movían automáticamente, marchacándose un ritmo sin música, aunque pareciera mentira. Después de unos minutos corriendo sin oír nada, ya no pisé calzada, sino gravilla. Y la cosa seguro que empeoraría, me acercaba a la ciudad antigua. Sabía que Jack seguía a mi espalda, porque veía su claridad proyectando mi sombra delante, como una persecución agónica entre el depredador y la presa. Y no se daba cuenta de que era al revés, y eso me hacía mucha gracia.
‘Al fin’ me dije para mí misma cuando ví la barandilla deseada. Anclada en la cima de un montón de chatarra oxidada, barriles sucios, escombros de antiguas casas, retales estropeados y unos cuantos vehículos sin ruedas. Un lugar perfecto, sin duda, para empezar a crear. Quedaban unos cuantos metros cuando oigo unos jadeos cerca de mí, igual que la otra vez, pero más humanos. Faltaban los cuchicheos y la velocidad de su lenguaje. Algo me golpeó el tobillo derecho, justo cuando fui a apoyarlo para pegar la siguiente zancada. Y me arrastré tres metros por delante después de ese tropezón. La sombra de mi cuerpo era más intensa. Y la luz ya no me dejaba ver ni las estrellas, ni la cima, ni nada de nada.

-         Eres gilipollas. – Dijo Mr. Jack. Y me cogió del tobillo jodido, masajeándolo y a la vez tirando de él para que poco a poco, me incorporara y me devolviera a mi sitio.
-         Mierda.
-         Ni mierda ni nada, joder. Ahora mismo vienes conmigo.
-         Déjame darte mi regalo, por favor, por favor. – Sacudí su mano de mi pierna, le supliqué, agachándome, mientras él avanzaba hacia la ciudad. Dejándose caer entre la tierra. Sin darse la vuelta.

Jack no dijo nada, absolutamente nada, seguro que omitió mandarme a la mierda. Y perdió lo último que se pierde sobre las personas, que es la esperanza.
Dudé. Y luego no. Seguí adelante. Apenas podía ver o iluminar la barandilla dónde debería sentarme para hacerlo. Intenté subir entre toda esa chatarra a ciegas, esperando estar arriba y llamarle con todas mis fuerzas. Empecé a escalar, memoria visual retentiva, lo llaman. Y me rajé la mano. Las cosas no es que fuesen la mar de bonitas en todo ese cúmulo de basura que es la cima de la ciudad de las cielos, más bien peligrabas si no te andabas con cuidado por mucho sin-espíritu que hubiese ahí fuera. Las cosas no eran perfectas, la chatarra podría rajarte la pierna en cualquier momento, o un escombro hacerte tropezar y dejarte en banquete para los que quieren algo de luz.
Me chupé la mano, apenas me lamenté, y miré a Jack, tan a lo lejos. Sentado. No había avanzado más. Estaba ahí solo, esperando a que bajase con él o algo, sin girarse ni un poquitín. Podía ver detalladamente como una colmena de velos oscuros levitaban a su alrededor, poco a poco, acechando a menos de dos metros suyos. Y la seguridad de el chaval ni él, se inmutaban. Sentí asco al ver que esos fantasmas extraños casi me absorvían la vida hace unas horas. El rey seguía sentado, y la servidora se estiraba para alcanzar la maldita barandilla. Cuando la pillé, con algo de impulso me puse sobre ella. Me coloqué, para no caerme, y coger todo el aire del mundo, simular un megáfono con mis manos y gritar

-         ¡Jack! ¡Jack! ¡Ven! ¡Aquí está! – Bajé las manos, me agarré a la barandilla y balanceé los pies.

Le miré un momento hasta ver que se levantaba, o que al menos, esa luz tan lejana se movía, y lo estaba haciendo hacia mí. No me contestó. Asique, asegurándome, miré al cielo y sonreí. Era mi noche de suerte, y además, ahí arriba, dónde todo era tan oscuro y asqueroso, se veían millones de estrellas preciosas.
Jack se acercaba más. Y en un santiamén había escalado el vertedero ese, y se había colocado a mi lado.



-         Menudos sustos me das, canija. – Se hizo el silencio.
-         Ya, pero ¿no te gusta?
-         ¿Ver toda la ciudad así de lejos y estar corriendo un riesgo que ni te imaginas?
-         No, las estrellas.
-        

Y se quedó un rato embobado, mirándolas, aunque con su luz yo no podía verlas todas. Sabía que pocas veces había vivido aquello, y aproveché para sacar los rotuladores y ponerlos a su lado.

-         ¿Qué haces? – Me preguntó sin despegar la cara embobada de la bóveda celeste.
-         Morirme de vergüenza. – Eludí el movimiento de los rotuladores.
-         ¿Eh?
-         Sí, que me muero de vergüenza. – Y me miró. – Recluta entre todo ésto. Tanta lucha innecesaria. Compartiendo el nuevo día contigo.
-         ¡Te estás poniendo roja como si me pidieras matrimonio! – Me cortó. Y se reía.
-         Casi lo estoy haciendo. – Me reí.- Creo que es hora de contarte cuál es tu regalo, el porqué de las escapadas a este maldito sitio. – Sonreí, tímidamente, abriéndome.
-        

Su expresión extraña, como si no esperara eso o no quisiera saberlo, me dio pié a quitarle la capucha al rotulador adecuado. El que no tenía la palabra ‘Boom’ mal escrita en su cuerpo. Y empecé a forcejear encima de la barandilla con Jack, entre carcajadas mías primero, después conjuntas. Para pintarle la cara.

-         ¡Tarada! ¡Pero qué haces! – Decía casi llorando de la risa. De las cosquillas que le hacía ahí para que me soltara la mano que pretendía pintarle.
-         ¡Dejame pintarte los labios como una chiquilla!
-         ¿¡Estás tonta o qué?!
-         ¡Venga! ¡Que forma parte de tu regalo!

Paró, puso la resistencia justa. Y se dejó. En vez de los labios le pinté una sonrisa enorme en la cara. Que no se veía. Pero bueno. El color fosforescente en la luz es una tontería.

-         Mierda, no se vé nada de nada.
-         Mejor – Me dijo riéndose, como saliéndose con la suya. – Pequeña majara.
-         Cada noche robaba gasolina de cada depósito abandonado de la antigua ciudad.
-         … - No se lo esperaba, y todo frenó en seco.- ¿Para qué?
-         Para tu regalo.
-         ¿Fuegos artificiales? –Se ponía excusas a sí mismo.
-         No seas mongol. ¡Es para dinamitar el mundo! – Le abracé, para no caerme, con un rotulador en cada mano que más que empachados estarían de su luz. Los cuchicheos y murmullos de los seres más penosos del planeta estaban alrededor mía. Los notaba, hacía frío. Pero yo abrazaba al lucero más increíble kilómetros a la redonda.
-         ¡Venga! – y soltó una carcajada que hizo eco. Aunque fuese un espacio abierto.
-         ¿No fuiste tú quién me pillastes en fisgoneando en la casa de los Gallows? – Sonreí.
-         Sí, y te llevaste una bronca enorme por ello. ¡Maldita seas! ¡Siempre te metes dónde no te llaman! ¡Encima sabes que han tenido últimamente unos robos como la copa de un pino! – Gritaste al frente, sin ver a nadie, más que la ciudad nueva luminiscente en todo ese abismo. Como si se tratara de un organismo abisal que creciera por su propio pie, a pequeños pasos, desde el suelo.
Yo te miraba apoyando mi mejilla en tu pecho. Sonriendo por lo inocente que eras, aunque no lo parecieras, ahí dentro. Justo dónde tenía puesta mi oreja. Te callaste, reíste un poco por toda esa locura, y me viste sonreír.

-         ¿Qué? – Preguntaste.
-         No se me había perdido ninguna pelota en el desván de los Gallows, Jack. – Le sonreí con los ojos.
-         ¿Cómo? – Pregunta de desorientado.
-         Todos estos meses he estado acumulando bolsas y bolsas de gasolina en todos los rincones de la ciudad.
-        
-         Y uno de ellos, es el desván de todas las casas. – Silencio.- Sí, hasta en la mía hay.

Ahora Jack miraba la ciudad, más atónito que nunca. Como si fuese a verla por última vez y quisiera grabársela en su mente para siempre.

-         ¿Y… ahora qué? – Dijo mirando la ciudad. Pronunciando cada palabra una hora eterna, tranquilo pero sin estarlo.
-         Simplemente sé feliz y yo haré el resto. – Seguía sonriendo, porque me había salido con la mía.
-         ¿Qué harás? – Dijo igual de pausado.
-         Pintar.
-         ¿Cómo que pintar?
-         Cuando todo se apague, puedo pintar con rotuladores fosforescentes hasta corazones en la mierda de esta ciudad. Todo habrá desaparecido, todo habrá oscurecido. ¡Las estrellas se verán mejor! ¡Y solo se verá lo que yo quiera dibujar!
-        
-         Nada tendrá luz. Todo estará sepultado. Todo estará igual. Y tan sólo hay que volverlo a crear, y volvérnoslo a creer. – Jack quiso decir algo, medio trabado, pero le tapé la boce en el momento justo. Interrumpiendo. - ¿Quieres pintar conmigo tu nuevo mundo?
 


Jack no dejaba de mirar la ciudad como si fuese a dejar todo. Sin percatarse de que era ‘todo’ lo que le esperaba por delante. Le agarré de la mano, que la tenía fría como el hielo a pesar de brillar como el agua, como siempre. Le acerqué el otro rotulador, y le dije que lo abriese si quería descubrir algo mejor.

-         Eres la chica más rara de toda mi vida. – Me dijo, sin mirarme, atónito. Acercándose a abrir el rotulador que tenía en la mano.

Lo destapó. Me encantó que el mecanismo de detonación y el pasaporte al nuevo mundo estuviese en sus manos. Y fuese él quién lo eligiera. La casa en la que me había curado las magulladuras de autoestima fue la primera en volar por los aires. Y las fuentes de las pequeñas plazas que presidían el centro, escupían gasolina en vez de agua. Las llamaradas saltaban como delfines en auge. El agua era lava, la luz anaranjada anunciaba libertad. Le cojí de la mano mientras mi casa y mi familia se detonaban en directa, y detrás de ellos, como una traca, el resto de vecindarios se hacía añicos. El fuego ahogó la ciudad nueva como un tsunami, cobrándose la mayoría de víctimas posibles. La luz de la última llamarada, del árbol creciente hacia el cielo alimentó para siempre a aquellos que la necesitaban. Entre ellos mi tío. A todos los alimentó de cenizas.
Estrictamente calculado para que ahí, en lo alto, fuese una vista preciosa. Cuando la burbuja de fuego descendió al centro del Apocalipsis, apreté su mano contra la mía. Le miré la cara. Tan asombrado como nunca, tan destrozado como nunca a la vez. La luz naranja le cegó su propia vertiente de la misma, y por primera vez el reflejo de las lenguas brillantes se pudieron ver en sus ojos. Dilatados. Fijos. Con la boca semiabierta durante unos minutos que parecieron ser horas.

-         Supongo que hay que morir para volver a nacer.
-         Te quiero. – Le besé. - ¿Ahora te lo crees? – y por primera vez tembló el corazón de mi cabeza. I couldn’t take my eyes of you.

No dijo nada. Tampoco lo quería. Miramos juntos el destrozo humano que habíamos hecho. Abrazados y helados, entre toda esa chatarra. Ese óxido y esa barrera inquebrantable de mierda, que era lo que éramos. Por un momento pensé todo lo que había hecho. Por un momento creo que él también lo hizo. Porque ambos estallamos en carcajadas al mismo tiempo. Desquiciados. Y ahí estábamos, reclutas en todo eso. Ahí estábamos,  con el sentido del humor más increíble que al parecer había parido la tierra.





… Cuando todo se apagó, solo quedaba su sonrisa. Que brillaba fosforescente. Con un tono verde chillón como era el de mi chaqueta. Que seguía riéndose maniácamente. Parecía flotar entre toda la oscuridad ahora. Y era lo único que quería ver. Lo único, en el mundo. Aguanté abrazada, hasta que paró de reír. Callada, mirona, temblorosa de emoción. Bailarina. Perdida. Alegre. Con mi rotulador te dibujé en el brazo, y un ‘Hey!’ asomaba poco a poco, recreándose, sobre tu piel, tan luminoso como eras tú. Enseñándote que toda luz puede volver a nacer ¡Y de nuestras manos ahora!. Me buscaste la cara palpando, me acariciaste la mejilla.



-         Fin. – Sonreí para nada.
-         ¿Habrá continuación? – Me dijiste preocupado. Y me hipnotizaste con cada movimiento de tus labios brillantes.
-         Eso ya solo depende de si quieres dibujar conmigo o no.
-         ¿Me dejas estar a tu lado?
-         Ahora mismo eres el único que lo está.




Dedicado a Jack.

sábado, 27 de noviembre de 2010

Ángel caído.


Tengo la ropa interior por bandera, y las ganas al viento. Las manos con ansia de enredarse en cualquier largo pelo. Tengo alas, aunque no las use. El infierno es el lugar perfecto para no querer volver ahí arriba. Aquí hay demasiados bares dónde echarle polvos a todas las hadas del mundo. Que me laman mucho más que las heridas aquellas que dicen que existe Nunca Jamás.

Soy ese ente que cree que su sangre se bebe en el santo grial, y bajo su mando hay cuatro jinetes dispuestos a acabar con todo. Aquel al que le alumbra un candelabro de siete brazos y que cubre de manchas su cuerpo.
No siento, ni padezco, y vendo cualquier emoción por plata barata. Soy la bestia, la coraza y las cenizas de un querubín. La mano izquierda y el caos. La oveja negra que absorbe los mares. Quien te tienta toda la vida más 40 días. Soy quien declara batallas al tiempo para poder ser más. 
Soy la víctima de la vida en una lucha a muerte. Ahora soy más de 23 heridas mortales. Soy cadáver entonces, soy mierda y manjar. Soy quien ha caido, y aún porta la luz en su nombre para levantarse. Soy quien desobedece por desencanto. Soy coraje. Soy individuo. Soy mi Dios.




viernes, 26 de noviembre de 2010

Bloodseeker.

El asesinato perfecto es el que te satisface, aunque lo pongas todo perdido.

Siempre me dicen que soy una guarra y una desordenada con respecto a las habitaciones, pero jamás había manchado tanto hasta ese día. La habitación vacía y sin muebles hacía eco a cada latido, parecía encharcada de aquel líquido negruzco, hasta las cortinas chorreaban un color rojo y pardo, como si se acabaran de aclarar en las aguas de la plaga de Egipto. Y ahí estaba, el personaje principal de esa macabra función, la puta que me hacía llorar con su éxito, tirada en el suelo, inmóvil. El instrumento protagonista, afilado como las garras de un felino, aún musitaba ánimos desde mi mano derecha, y yo, con los pies enterrados bajo el cuerpo boca abajo, observaba con sorpresa mi gran obra maestra. Es así, la sangre se derramaba pasionalmente, autobombeándose, muerta, en el suelo blanco. Las huellas agónicas arrastradas en las paredes enyesadas eran la guinda de MI pastel.

Si algo me gusta hasta la saciedad, son los planes a largo plazo, porque son efectivos. Profesionales. El pelo de la muchacha era áspero, mojado, lo acaricié agachándome con mi mano izquierda, lentamente, incluso dejando un rastro de aire lascivo. Delicioso, los dedos se entrelazaban en su nuca en carne viva, ahí pegué el tirón de justicia. Ahora, la mitad del cuerpo levitaba a la altura de mis muslos, como los hilos de un títere colgaba su cabeza de mis manos descabelladas.
Y empecé a cortar.
Ahí donde se une la vida con la carne.
En su mismísimo cuello.
 A tirones, la gravedad hacía presencia, el cuerpo pesado se separaba unos centímetros del cráneo a cada corte. La sangre del cuerpo aún caliente recorría mis piernas a borbotones, en grandes ríos que desprendían su olor metálico característico, a veces dulzón. Muy dulzón. De hecho, me hubiera gustado haberlo bebido a litros, alomejor me llegaba a tragar hasta su alma. El último golpe contra el suelo, un cuerpo muerto y un trofeo en mis manos fué lo que quedó y lo que buscaba. Por un momento deliré, ví como aquella cabeza abría los ojos y sonreía, como siempre, después de putearme la vida, pero ésta vez era distinto porque estaba ella en mis manos, y no al revés.

Y una profunda satisfacción me empapó hasta las entrañas, con flujo vaginal, con elixir de vida, con sangre. Como si me hubiera caído la mejor y más melancólica tromba de agua en otoño. Me empapaba el lugar izquierdo de la mano de Dios.



 
Hay heridas que solo se curan con raticida.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Sandra


Sandra. 34 años. Sin hijos. Bonitas piernas, bonitos ojos y bonitas tetas. ‘ Dejadla, no tiene la cabeza en este mundo’ era toda la desripción que me dedicaba mi familia. Ni llamadas, ni cariño, ni ostias. Consagrada al alcohol y a los vicios, a las noches de bares y los pintalabios rojos, aunque no me gustaran. Pensaba demasiado en la muerte, asique poco en la vida. Y con un curro de cajera. Tenía que aguantar a la cuarentona de turno, al niño inaguantable y alguna que otra mierda con los códigos de barras, pero la paga mínima por lo menos me daba para matener el maldito piso alquilado. Un piso desordenado y asqueroso, pequeño cuchitril donde se podía apreciar la mucha atención que prestaba a las cosas como a los hombres. Siempre lo ví como una ratonera con el espacio justo para follar. Y el espacio justo para dar cobijo a una mujer que hacía como que se comía el mundo cada noche, aunque luego ese mundo se redujera a una polla.

Me acuerdo perfectamente de ese día, me arreglé como siempre para salir a la caza, aunque fuese a la caja. Labios rojos, vestido negro y ceñido, tacones altos y unas ojeras considerables. Me daban la paga del mes, asique eso se resumía en una nohe de vicio, nada diferenete a las demás aunque me arreglé algo. Aguanté poco a cada imbécil, y fumé mucho aunque estuviese prohibido. No estaba de humor, y menos me apetecía arreglar temas relacionados con botes de ketchup. Asique la mejor respuesta era echar el humo en la cara. Callarme unos cuantos ‘que te den por culo’ y una mirada de asco. Sé de sobra que tenía un aspecto de drogadicta o eso pensaban las familias que pasaban, que en cualquier momento me abalanzaría enloquecida con una navaja sobre su hijo pequeño. Asique lo mejor que podían hacer era pasar del tema. Así me dejaban tranquila, se olvidaban del ketchup y yo me seguía centrando en las horas. Que pasaban lentas, joder. Fue un día terriblemente lento, más incluso que los demás. Llegué a contar el tiempo en caladas hasta que cerró el mercado.Hasta que recibí la ultima paga, y un despido. Normal, pensé. Y me dio igual, porque me esperaba el whisky.

Me arrastré hacia el bar por dentro, por fuera, me comía el mundo, como dije. Sola y directa a la barra, pedí mi vaso de siempre con mucho hielo. Eché un vistazo al local oscuro, maloliente y con una música estridente que jamás necesité, cada hombre era una polla, y cada polla un polvo seguro. Polvo seguro no quería decir que fuese bueno, así que esa noche todo se me volvió incómodo e incontrolable. Me convencía de beber para controlarlo. Yo quería un buen polvo, joder. Asi que seguí pidiendo copas, intentando controlar la situación, intentando caer redonda y que algún gilipollas me estallara la cabeza con una botella, por puta.



- Ésta es tu segunda casa, Sandra. – Dijo él entre risas. Evidentemente aludía a mis ganas de evadirme siempre de todo. Al bar.

Vino como siempre, por la espalda aunque yo nunca me girara. Carlos era un tío elegante y cuidadoso, siempre. Sabía de sobra que había venido de traje y corbata, aunque no me diera la vueta. Todo lo contrario que yo, y aún así le tenía prendado. A pesar de habérmelo follado demasiadas veces en mi mierda de piso y de haberle dado muchas más con la puerta en las narices, él insistía. ¿Cómo a alguien como él podía enamorarse de una guarra como yo? De todas maneras, yo ya tenía bastante con mi vida. No quería destrozar la suya.

- Dame un piti, anda. – Y le tendí la mano.

- Tú siempre tan amable, mujer. – Y me lo dió. Siempre caía el imbécil.

- No estoy de humor.

- Nunca lo estás.

- Hoy podría. A pesar del despido.

- Joder… ¿Otro trabajo perdido, Sandra? – Se preocupaba, aunque no tenía porqué. Yo me encendí el cigarro y seguí.

- Acaba de aparecer a mis espaldas un buen polvo seguro. – Eludí la pregunta, chorradas. Así que seguí con mi tema.

Dí otro trago, dí otra calada y Carlos se puso a mi lado. Apoyado en la barra y sin seguir la conversación. El tío follaba bien, todo hay que decirlo, y era una buena noticia que me hubiera encontrado en ese lugar apestoso, dónde no quería arriesgarme a acoger entre mis piernas a un maldito principiante.

Al final le eché una ojeada, y efectivamente, iba con su traje y corbata. Llamó al camarero y éste sirvió dos copas. Cojonudo, al final me iba a salir la borrachera gratis.

- Bueno, dime ¿Qué ha pasado?

- Problemas con el ketchoop. – y le eché el humo en la cara. A lo mejor funcionaba y se callaba. Siempre hablaba demasiado.

- Problemas contigo, para variar. – ‘Enhorabuena Carlitos, has dado en el clavo.’ Pensé. Y después pensé que eso de echar el humo en la cara no era efectivo en un bar lleno de él.

Él hablaba mucho, y yo solo quería follar. Aunque el quisiera más, aunque le hiciera daño. Ahora fui yo quien no quería seguir laconversación, como dije antes, ya tengo bastante yo sola con mis quebaderos de cabeza. En un santiamén me bebí la invitación y tiré la colilla dentro. Recogí mis cosas y salí fuera. Sabía que Carlos iba a venir detrás. Éste animal de compañía se tropezaba más de dos veces con la misma piedra.

Pasos directos hacia mi piso, rápidos, marcando un ritmo. Y mi nombre resonaba detrás, unas… 3 veces, lo recuerdo perfectamente. 3 veces hasta que dio por perdido que me girara. Le quería, sí. Le quería esa noche en mi ratonera. Y abrí la puerta del portal, y le esperé. Le agarré de la corbata y subí por las escaleras casi arrastrándole, manera de decir que me siguiera sin mediar palabra. Y lo volvió a repetir y volví a ignorar, iba a rallar mi nombre.

Quedaba un piso para mi puerta, y qué pena. Qué pena llevar a alguien que me quiere amarrado como un perro. No por él, sino por la lívido. A cualquier otro tío le habría puesto más que cachondo que una mujer solo se digne a follar y en esas condiciones, a Carlos seguramente le estaría destrozando la vida. Pero todo sea por un buen polvo.

Abro la puerta, le meto dentro, doy un portazo. Y le besé en la boca. Otra forma para decir que se calle sin mediar palabra. Le puse las manos en mis tetas y yo le metí mano, que sea lo que dios quiera. Nos restregamos por las dos estancias que separaban la puerta de mi cuarto, tiramos la lámpara de pie, y yo seguí a lo mío. Por otra cosa en el suelo no me iba a alarmar. Lo que me jodió realmente fue que esa noche se rompió mi vestido, el tercero roto ya en un puto mes. Me jodió eso, antes que Carlos lo hiciera.

Le tiré en la cama después de haberle desnudado en el camino, él ya entendía mi lenguaje. Aparté la botella de whisky de la mesilla, eso sí que no quería que se cayera o rompiera. Más vale prevenir que curar. Le acaricié lo justo, el tanga morado voló por la habitación y me puse encima de él, a contonear cada una de mis curvas como una loca antes de que me montara.

- Sandra, te qu…

Maldita sea. Le tapé la boca, sabía de sobra lo que me iba a decir, de sobra. Seguí moviéndome y sorprendentemente pude decirle algo ingenioso, tan ebria y tan caliente.

- Con ésto los corazones se vomitan mejor. Aprende. – Alcancé la botella de whisky, y le pegué un trago largo y ardiente ahí mismo.

Después le dejé algo para él, aunque nunca le gustó ese rollo. Realmente, nunca le gustó nada de mis formas, y el jodido seguía insistiendo en que yo era la mujer de su vida. Se dignó a seguir follando, aunque esa noche no consiguiera hacer el amor. Como siempre.

Después me montó, y después se corrió. Y yo me corrí la tercera vez. Ahora todo era inercia. Él iba a dormirse, no por el cansancio como un hombre cualquiera, sino por no llorar. 3, 2, 1… Como un tronco. El animal de compañía se quedó roque, y yo odio que me abracen por la noche sino es mi padre. Así pues, esa noche me fui a dormir al sofá después de fumarme un cigarro en la ventana.
2 horas con los ojos abiertos de par en par, y otras dos horas para retorcerme en las pesadillas de siempre. Me desperté, con el primer rayo de sol que entró en esa poca cosa que es mi salón. Me puse lo primero que cojí del suelo para curbirme un poco, estaba en pelotas. Y después recogí la ropa de Carlos por la casa, justo antes de despertarle, para que no hubiera nada de tiempo para conversar antes de echarle de mi casa. Chaqueta, corbata, camisa, y pantalón, los zapatos y ropa interior que se las apañe mientras yo me prepare el café. Le puse todo al lado libre de la cama, le dí unos cuantos puñetazos y le solté un amable ‘Fuera’. Y me fui a la cocina.

Una cocina sucia, hice hueco y me eché algo de leche y café. Me encendí un cigarro y esperé a que el señorito apareciera por ahí. Nada más verle asomándose ya abrí la puerta, y no preparé una patada por cortesía, el chaval lo hizo bien. Salió sin mediar palabra, aprendía rápido, o eso me parecía hasta que me impidió cerrar con su mano.



- Creo que va siendo hora de alejarme de ti. – eso era una mala noticia para mí, aunque buena para él.

- No tienes porqué. – Soy egoísta, que queréis que le haga.

- Creo que ésta decena de noches me han en…

-¿Bebiste el whisky? – Volví a pasar de él, de charlas sentimentales, y de esa mierda. Que haga lo que le salga de los cojones, pensé, en un bar seguro que hay mejores.

- No.

- Entonces si no sana hoy, sanará en Otoño. – El tiempo lo cura todo, amigo.

Entonces cerré la puerta, oí los pasos bajando las escaleras. Me quedé un momento analizando todo lo que estaba pasando, con la mano apoyada en la puerta, como la más sutil de las despedidas. Allá se fue el hombre que más me ha querido en mi vida, y el único que me querrá así.

Y yo, Sandra, 34 años, sin curro, y metida en una ratonera que ya no podía pagar, después de un buen polvo con el tío de mi vida que jamás lo fue, me dí cuenta de que era una mujer fracasada. Que no sabía querer. Y que estaba llorando.



domingo, 3 de octubre de 2010

Fire.

 Pasé la cerilla por las cuerdas que te ataban.
En tu próximo funeral seré yo quien me parta la polla. Y es una pena, que me tengas en frente y grites y que no puedas ver mi cara hasta el final de la función. A pesar de que sepas quién soy, qué hago, y porqué lo hago. Por eso es que llevo una máscara en la cabeza, porque a todos nos gusta hacer teatro y descubrir el final más gratificante. Ya sabes, exigencias del guión.
Te contaré un secreto, y es que cuando sepas quién soy, volarás por los aires. Actúa como mejor puedas, ¿vale?. Tiene que quedar bien. Tan solo mírate el pecho y colócate la mano en él, mientras tu espalda arde. Notarás que esos latidos son más una bomba de relojería que el bombeo de la sangre que no tienes. Sssssh, ssssssh, cojón, cállate ya. Agito las manos para indicarte que bajes la voz. Tus súplicas no me dejan escucharlos. Se hace el silencio, se oye solo la respiración acelerada. Y lo notas, sabes perfectamente que ahí dentro tienes algo que acabará contigo. Puede ser tanta mierda, chiquillo.
Te hago un adelanto de tu funeral y me río a carcajadas. Chico, me encanta ver en tus ojos las ganas de que se te pare el corazón en seco, la confusión de no saber qué latido será el mortal. Y de nuevo a las súplicas. Joder, ¿esque no te das cuenta de que es cosa tuya? ¿que yo no he podido colocar nada dentro de tí? No soy cirujana, soy de artes... tan sólo lo he descubierto. Y lo resalto. Y lo contemplo. Y lo compongo. Y le doy un ambiente más o menos infernal. Porque solo el fuego purifica, cariño.






 No me mires mal. En parte salvaré al mundo de que escupas tanto alquitrán, cielo. Y poco a poco salvaré al resto del resto de sus congéneres y su petróleo interno. Crudo que puede arder en otra función mayor. Homo homini lupus est.

Por mucho que dibuje, escriba o reinvente cualquier cosa, éstas siempre serán mis pequeñas obras de arte.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Para hacer arte de verdad hay que sufrir.

[...]

  - Pinta algo.
Y Misty dijo:
  - Nadie pinta. Ya no lo hace nadie.
Si alguien entre sus conocidos pintaba, usaba su propia sangre o su propio semen. Y pintaban sobre perros vivos de la perrera o sobre postres moldeados de gelatina, pero nunca sobre un lienzo.
Y Peter dijo:
  - Apuesto a que tú todavía pintas sobre lienzo.
  -¿Porqué? - dijo Misty-. ¿Porque soy una retrasada? ¿Porque no sé hacer nada mejor?
Y Peter dijo:
  - Tú pinta, joder.

Se suponía que tenían que haber superado el arte representativo. Eso de hacer cuadros bonitos. Se suponía que debían aprender el sarcasmo visual. Misty decía que pagaban una matrícula demasiado alta para no practicar las técnicas de la ironía eficaz. Decía que las pinturas bonitas no enseñaban nada al mundo.
Y Peter dijo:
  - Ni siquiera tenemos edad para comprar cerveza, ¿qué ses upone que le tenemos que enseñar al mundo? - Tumbado, allí, de espaldas a su nido de hierbas, con el brazo debajo de la cabeza, Peter dijo-: Todos los esfuerzos del mundo no importan si no estás inspirado.
En caso de que no te dieras cuenta, hostia, pedazo de bobo, Misty quería realmente caerte bien. Solamente para que conste en acta: su vestido, sus sandalias, su sombrero blando de paja, se lo había puesto todo para tí. Si le hubieras tocado el pelo para algo, le habría crujido de tanta laca que llevaba.
Llevaba tanta colonia Windsong que atraía a las abejas.
Y Peter puso el lienzo blanco en su caballete. Y dijo:

  - Maura Kinkaid nunca fue a la puta facultad de Bellas Artes. - Escupió un salivazo verde, cogió otro tallo de hierba y se lo metió en la boca. Con la lengua manchada de verde, dijo-: Apuesto a que si pintaras lo que tienes en el corazón, lo podrías colgar en un museo.
Lo que tenía en el corazón, le dijo Misty, nunca se vendería. La gente no lo compraría.
Y Peter dijo:
  - Tal vez te sorprenderías.

Aquella era la teoría de Peter sobre la expresión personal. Sobre la paradoja de ser un artista profesional. El hecho de que nos pasamos la vida entera intentando expresarnos bien pero no tenemos nada que decir. Queremos que la creatividad sea un sistema de causa y efecto. Resultados. Producto vendible. Queremos que la dedicación y la disciplina equivalgan al reconocimiento y la recompensa. Entramos en la rutina de la facultad de bellas artes, de nuestro programa de posgrado, y practicamos, practicamos, practicamos. No tenemos nada que documentar con nuestras excelentes habilidades. De acuerdo con Peter, nada nos cabrea más que el hecho de que un drogadicto, un vago total o un pervertido baboso creen una obra maestra. Como si fuese un accidente.
Algún idiota que no tiene miedo de decir qué es lo que ama.
  - Platón -dice Peter, y gira la cabeza para soltar otro salivazo verde entre las hierbas-. Platón dijo: ''Aquél que se acerque al templo de las Musas sin inspiración, creyendo que la mera técnica basta, será siempre un ladrón y su poesía será eclipsada por los cantos de los maníacos''.
Se metió otra hierba en la boca, la masticó y dijo:
  -Así pues, ¿qué es lo que convierte en maníaca a Misty Kleinman?
Sus casas de fantasía, sus calles adoquinadas. Sus gaviotas volando en círculos sobre las barcas de los pescadores de ostras cuando eéstos regresan de los bancos que ella no ha visto nunca. Los maceteros de las ventanas abarrotados de dragones y zinnias. Ni en coña iba a pintar toda aquella mierda.
  - Maura Kinkaid -dice Peter- no cogió un pincel hasta que tenía cuarenta y un años. - Empezó a sacar pinceles de la caja de madera descolorida y a retorcerles la punta para afilarlos-. Se casó con un carpintero de toda la vida de la isla de Wayntansea y tuvieron un par de hijos.
Sacó los tubos de pintura de Misty y los puso junto a los pinceles, sobre la manta.
  - No fué hasta que murió su marido - dijo Peter-. Entonces Maura enfermó muchísimo, de tuberculosis o algo parecido. En aquella época, si tenías cuarentay un años ya eras una mujer mayor.
Hasta que murió uno de sus hijos, le contó, Maura Kinkaid jamás habría pintado un cuadro. Y dijo:
  -Tal vez la gente tiene que sufrir de verdad antes de poder arriesgarse a hacer lo que aman.
Tú le dijiste todo ésto a Misty, Peter Wilmot.

Le dijiste que Miguel Ángel era un maníaco-depresivo que se retrató a sí mismo como mártir flagelado en su cuadro. Que Henri Matisse dejó la abogacía por una apendicitis. Que Robert Schumann solamente empezó a componer después de que se le paralizara la mano derecha y eso terminara con su carrera de concertista de piano.
Mientras decías ésto te estabas hurgando el bolsillo, intentando sacar algo.
Hablaste de Nietzsche y de su sífilis terciaria. De Mozart y su uremia. De Paul Klee y el escleroderma que le encogió las articulaciones y los músculos hasta matarlo. De Frida Kahlo y la espina bífida que le llenaba las piernas de llagas sangrantes. De lord Byron y su pie deforme. De las hermanas Brontë y su tuberculosis. De Mark Rothko y su suicidio. De Flannery O'Connor y su lupus. La inspiración necesita enfermedad, heridas y locura.
  - De acuerdo con Thomas Mann -dijo Peter-, los grandes artistas son grandes inválidos.
Y pusiste algo sobre la manta. Allí, entre los tubos de pintura y los pinceles, dejaste un broche enorme de estrás. Con un diámetro tan grande como el de un dólar de plata, era un broche de cristales de color claro, espejitos pulimentados en una rueda de color amarillo y anaranjado, todos mellados y empañados. Allí, encima de la manta a cuadros, el broche parecía estallar a la luz del sol en forma de chispas. El metal era de un color gris deslustrado y engarzaba los cristales de estás con unos dedos diminutos y afilados.
Peter dijo:
  -¿Estás oyendo algo de ésto?
Y Misty cogió el broche. El destello se reflejó directamente en sus ojos y la dejó cegada, deslumbrada. Desconectada de todo lo que había allí, del sol y de las hierbas.
  - Es para tí - dijo Peter-. Para que te inspires.
El reflejo de Misty roto en una docena de fragmentos en cada uno de los cristales de estrás. Un millar decaras diminutoas.
Misty le dijo a los colores que le brillaban en la mano:
  -Y dime ¿cómo murió el marido de Maura Kinkaid?
Y Peter, con los dientes verdes, soltó un salivazo verde entre las hierbas altas que los rodeaban. Con la cruz negra en la cara se lamió los labios verdes con la lengua verde y dijo:
  -Asesinado -dijo Peter-. Lo asesinaron.

Y Misty empezó a pintar.





Diario. Una novela. (Chuck Palahniuk)