jueves, 16 de septiembre de 2010

Para hacer arte de verdad hay que sufrir.

[...]

  - Pinta algo.
Y Misty dijo:
  - Nadie pinta. Ya no lo hace nadie.
Si alguien entre sus conocidos pintaba, usaba su propia sangre o su propio semen. Y pintaban sobre perros vivos de la perrera o sobre postres moldeados de gelatina, pero nunca sobre un lienzo.
Y Peter dijo:
  - Apuesto a que tú todavía pintas sobre lienzo.
  -¿Porqué? - dijo Misty-. ¿Porque soy una retrasada? ¿Porque no sé hacer nada mejor?
Y Peter dijo:
  - Tú pinta, joder.

Se suponía que tenían que haber superado el arte representativo. Eso de hacer cuadros bonitos. Se suponía que debían aprender el sarcasmo visual. Misty decía que pagaban una matrícula demasiado alta para no practicar las técnicas de la ironía eficaz. Decía que las pinturas bonitas no enseñaban nada al mundo.
Y Peter dijo:
  - Ni siquiera tenemos edad para comprar cerveza, ¿qué ses upone que le tenemos que enseñar al mundo? - Tumbado, allí, de espaldas a su nido de hierbas, con el brazo debajo de la cabeza, Peter dijo-: Todos los esfuerzos del mundo no importan si no estás inspirado.
En caso de que no te dieras cuenta, hostia, pedazo de bobo, Misty quería realmente caerte bien. Solamente para que conste en acta: su vestido, sus sandalias, su sombrero blando de paja, se lo había puesto todo para tí. Si le hubieras tocado el pelo para algo, le habría crujido de tanta laca que llevaba.
Llevaba tanta colonia Windsong que atraía a las abejas.
Y Peter puso el lienzo blanco en su caballete. Y dijo:

  - Maura Kinkaid nunca fue a la puta facultad de Bellas Artes. - Escupió un salivazo verde, cogió otro tallo de hierba y se lo metió en la boca. Con la lengua manchada de verde, dijo-: Apuesto a que si pintaras lo que tienes en el corazón, lo podrías colgar en un museo.
Lo que tenía en el corazón, le dijo Misty, nunca se vendería. La gente no lo compraría.
Y Peter dijo:
  - Tal vez te sorprenderías.

Aquella era la teoría de Peter sobre la expresión personal. Sobre la paradoja de ser un artista profesional. El hecho de que nos pasamos la vida entera intentando expresarnos bien pero no tenemos nada que decir. Queremos que la creatividad sea un sistema de causa y efecto. Resultados. Producto vendible. Queremos que la dedicación y la disciplina equivalgan al reconocimiento y la recompensa. Entramos en la rutina de la facultad de bellas artes, de nuestro programa de posgrado, y practicamos, practicamos, practicamos. No tenemos nada que documentar con nuestras excelentes habilidades. De acuerdo con Peter, nada nos cabrea más que el hecho de que un drogadicto, un vago total o un pervertido baboso creen una obra maestra. Como si fuese un accidente.
Algún idiota que no tiene miedo de decir qué es lo que ama.
  - Platón -dice Peter, y gira la cabeza para soltar otro salivazo verde entre las hierbas-. Platón dijo: ''Aquél que se acerque al templo de las Musas sin inspiración, creyendo que la mera técnica basta, será siempre un ladrón y su poesía será eclipsada por los cantos de los maníacos''.
Se metió otra hierba en la boca, la masticó y dijo:
  -Así pues, ¿qué es lo que convierte en maníaca a Misty Kleinman?
Sus casas de fantasía, sus calles adoquinadas. Sus gaviotas volando en círculos sobre las barcas de los pescadores de ostras cuando eéstos regresan de los bancos que ella no ha visto nunca. Los maceteros de las ventanas abarrotados de dragones y zinnias. Ni en coña iba a pintar toda aquella mierda.
  - Maura Kinkaid -dice Peter- no cogió un pincel hasta que tenía cuarenta y un años. - Empezó a sacar pinceles de la caja de madera descolorida y a retorcerles la punta para afilarlos-. Se casó con un carpintero de toda la vida de la isla de Wayntansea y tuvieron un par de hijos.
Sacó los tubos de pintura de Misty y los puso junto a los pinceles, sobre la manta.
  - No fué hasta que murió su marido - dijo Peter-. Entonces Maura enfermó muchísimo, de tuberculosis o algo parecido. En aquella época, si tenías cuarentay un años ya eras una mujer mayor.
Hasta que murió uno de sus hijos, le contó, Maura Kinkaid jamás habría pintado un cuadro. Y dijo:
  -Tal vez la gente tiene que sufrir de verdad antes de poder arriesgarse a hacer lo que aman.
Tú le dijiste todo ésto a Misty, Peter Wilmot.

Le dijiste que Miguel Ángel era un maníaco-depresivo que se retrató a sí mismo como mártir flagelado en su cuadro. Que Henri Matisse dejó la abogacía por una apendicitis. Que Robert Schumann solamente empezó a componer después de que se le paralizara la mano derecha y eso terminara con su carrera de concertista de piano.
Mientras decías ésto te estabas hurgando el bolsillo, intentando sacar algo.
Hablaste de Nietzsche y de su sífilis terciaria. De Mozart y su uremia. De Paul Klee y el escleroderma que le encogió las articulaciones y los músculos hasta matarlo. De Frida Kahlo y la espina bífida que le llenaba las piernas de llagas sangrantes. De lord Byron y su pie deforme. De las hermanas Brontë y su tuberculosis. De Mark Rothko y su suicidio. De Flannery O'Connor y su lupus. La inspiración necesita enfermedad, heridas y locura.
  - De acuerdo con Thomas Mann -dijo Peter-, los grandes artistas son grandes inválidos.
Y pusiste algo sobre la manta. Allí, entre los tubos de pintura y los pinceles, dejaste un broche enorme de estrás. Con un diámetro tan grande como el de un dólar de plata, era un broche de cristales de color claro, espejitos pulimentados en una rueda de color amarillo y anaranjado, todos mellados y empañados. Allí, encima de la manta a cuadros, el broche parecía estallar a la luz del sol en forma de chispas. El metal era de un color gris deslustrado y engarzaba los cristales de estás con unos dedos diminutos y afilados.
Peter dijo:
  -¿Estás oyendo algo de ésto?
Y Misty cogió el broche. El destello se reflejó directamente en sus ojos y la dejó cegada, deslumbrada. Desconectada de todo lo que había allí, del sol y de las hierbas.
  - Es para tí - dijo Peter-. Para que te inspires.
El reflejo de Misty roto en una docena de fragmentos en cada uno de los cristales de estrás. Un millar decaras diminutoas.
Misty le dijo a los colores que le brillaban en la mano:
  -Y dime ¿cómo murió el marido de Maura Kinkaid?
Y Peter, con los dientes verdes, soltó un salivazo verde entre las hierbas altas que los rodeaban. Con la cruz negra en la cara se lamió los labios verdes con la lengua verde y dijo:
  -Asesinado -dijo Peter-. Lo asesinaron.

Y Misty empezó a pintar.





Diario. Una novela. (Chuck Palahniuk)

domingo, 12 de septiembre de 2010

Derrota.

Desencanto. Esa es la palabra que respiro cada día. Nada que fascine, que me atraiga, ninguna razón por la que deba despertarme salvo la inercia. La inercia y las ganas de que pase algo GRANDE. ¿Qué? Pues sí, es triste vivir de rutina y de esperanza.


 
Mi derrota ya es inevitable. 







Es imposible no buscarte, ni saberte, ni intentar que no me duelas como me duele todo ahora. Mis gestos ya no cuentan una mierda, y se me vá la vida, puedo notarlo. Al final todo se hace tan tedioso que pierdes el control, la fe, y el sentido de tí mismo. Floto, y empiezo a odiar todo, sobre todo la ausencia de ese extraño tan conocido. Llueve por dentro la nostalgia, se cierran las compuertas, me duele la garganta el doble y crece la ambición de no querer nada.


Nada de nada. Estoy acabando con todo, poco a poco, segundo a segundo. Y no me gusta, pero es la única manera de....





.... eliminar todo deseo de abrazarte hasta en zig zag.

sábado, 11 de septiembre de 2010

Atonía.

Tal vez hubiese sido mejor no haberme ido. Supongo que porque tengo que subir. Me gusta que a la vuelta no haya mucha gente. ¿Sabes por qué? Mejor no te lo digo. Ni siquiera yo lo sé.

Siempre me pongo a un lado del vagón, o al final, en el suelo. No soporto ver como la gente se sienta frente a alguien y se esquiva la mirada. Parecen miedosos zombies que huyen mutuamente y creen que así no van a descubrirse los unos a los otros.
No me preguntes por qué hoy no estoy al final del vagón, en el suelo. Antes lo estaba, pero me cansé de aguantar todo el puñetero rato mi peso sobre las manos que no paraban de temblarme para no caerme de un lado a otro. Además, tengo sed.

A partir de ahora siempre haré ésto, tumbarme entre asiento y asiento y meter la pierna en el agujero del reposabrazos. No me canso de estar aquí, y sigo notando el mismo temblor del tren cuando rozan sus ruedas los raíles, en el fondo me gusta, aunque no debería mentirme de esta manera.
Me tumbo aquí porque estoy agotada.
No es el peso de mi cuerpo lo que me molesta, ni tampoco lo que me hace tumbarme y estar como estoy. Es todo lo que llevo dentro. Sí, ya sé que suena muy dramático, pero es la verdad. La puta y triste verdad.
No paro de poner sonrisas a los amigos cuando hay un fiambre dentro de mí. Es así. El abuso de las máscaras cala dentro y se me quitan todas las ganas de reaccionar a tiempo. A poner fin.

Hacía mucho ya que creía haber perdido la fe y la esperanza. ¿Vaya estupidez, no? Pues bien, era mentira, como de costumbre. Eso jamás se pierde, eso solamente... se desgasta. El día en que me dí cuenta de ello fue cuando dí paso a este martirio cotidiano, dónde lo único que espero al final del día es un mensaje, una llamada o una pantallita parpadeando en la que tan solo se diga algo sencillo, algo que lo diga todo y que no haga falta que se vuelva a repetir. Claro que esa llamada ni ese mensaje nunca llegará. Para la persona de la que espero algo así sólo soy... eso, una tetera.

Tampoco tengo muy claro el por qué no tengo ningún rencor, ni odio, ni nada parecido. Supongo que es más grande la pena que siento por él que otra cosa. Así que, aquí me tienes, tumbada, escribiéndote toda mi mierda sin que me mires. Esperando colgarla.
Me apostaría lo que fuera a que a tí también te ha pasado algo parecido, o incluso puede que hayas sido tú el cabrón que haya hecho algo igual.
Pero qué más da.
No soy yo a la que se le olvidó amar.
Soy yo la que si se pone frente a una ventana y observa su reflejo, puede estar medianamente orgullosa de sí misma.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Muerte.

Entró en mi cabeza como una semana después que su hermano. 
Él era melancólico, callado, pálido, triste... y, aunque había cierto aire de familia, ella era su opuesto en muchos sentidos: Sensata, encantadora y simpática.
Es delgada y pálida, élfica y dulce, tenía el pelo largo y negro, llevaba ropa negra y un Anj de plata.
Hay un cuento, en la Cábala, que sugiere que el Ángel de la muerte es tan bello que cuando alguien lo (o la) ve se enamora tan profundamente, tan rápidamente, que el alma se le escapa por los ojos.
Me gusta esa historia.
Hay una historia islámica que dice que el Ángel de la muerte tiene alas enormes llenas de ojos, y que cada vez que un hombre muere uno de ellos se cierra, sólo un momento.
También me gusta esa historia y me encanta imaginarme esas enormes alas y un eterno murmullo de ojos abriéndose y cerrándose.
Y también hay un poco de satisfacción personal. No quería una muerte que sufriera por su papel, o que disfrutase con su morbo, o que no se preocupase. Quería una Muerte como la que me gustaría encontrarme cuando llegue mi hora. Alguien que se preocupase. Como ella.



Neil Gaiman







It's funny but on good days i don't think of her so much. In fact... never. I never just say hi when the sun is on my back and my belly's all warm. On bad days i talk to death constantly, not about suicide, because honestly that's not dramatic enough. Most of us love the stage and suicide is definately your last performance... and we're addicted to the stage. Suicide was never an option.

jueves, 9 de septiembre de 2010

miércoles, 8 de septiembre de 2010

...Porque no lo sé.

Rise against - Roadside

Dialéctica salvaje, lo siento... yo - no - sé. Yo - no - puedo. Mis lágrimas se mueren. Mis palabras se arrancan de cuajo, cortas y afiladas. Siempre se me olvida que todavía se puede perder un poco más. Soy estúpida.
Me pican los ojos. Es difícil darse cuenta de todo. Fracciones de tiempo expandidas sin control. Mil versos a la fuga... Demasiadas imágenes no vividas sin sincronizar. La ostia, el corte, el mordisco, la autolesión, es el dique, el último recurso disponible que te lleva a no ser capaz de dar un paso más. Una especie de defensa innata contra la propia liquidación. Un punto de inflexión a partir del cual todo se vuelve un poco más lento: Lo suficiente para seguir viviendo. Unos instantes de falsa, pero necesaria tranquilidad, donde el tiempo parece pararse, y el placer y el dolor se dan el más húmedo de los abrazos posibles.



Tan sólo gracias por tu regalo, aquellas lindas toneladas de ganas de morir.    ...Qué bonito habría sido no haberte conocido jamás.

martes, 7 de septiembre de 2010

Prisión.

De día todo ocurre como un sueño, cruje el cielo, todo surge, y todo se mueve.
Demasiado larga, la noche me duele por dentro. Quiero y odio querer, y odio la dependencia y, quiero apartarme del camino de todo y todos. Me entran unas ganas tremendas de deshacerme de todo lo que me encarcele, y las peores cárceles son las personas. Sí, no sé explicarlo bien, pero es como si envejeciera a pasos agigantados en pocas horas. Como si dejara de ser un niño de un segundo a otro y no fuese ni a crecer ni a reír nunca. Empiezo a no creer en cuentos chinos y dudo de toda la magia que un día me robó una sonrisa en el mundo. Las hadas caen muertas. Noto como mi estómago se encoje, la vida agoniza y el corazón se arruga. Noto como me muero del todo y duele. No lo digo por decir, sino porque me duele físicamente de verdad. Como si me torturasen en esta maldita celda en la que rendirse solo te quema más.





Tengo ganas de llorar y cuesta, cuesta aguantar que no se te parta la garganta del peso. Haces fuerza, retienes y... Crack! Se rompe como la madera, y estallas. Me doy cuenta de que echo de menos algo que no existe, y echo de más el resto. Que no me encuentro bien con nada. Que estoy perdida, más aún, que no aguanto más, que no puedo más, lo siento. Se me pudre el alma. Que las cosas no van bien y que todo va, precipitadamente, a una hoguera bajo tierra. Que las sombras me comen, que me enfrento con mi peor enemigo, y estoy perdiendo. Que se me empieza a olvidar eso de vivir.
Pero no sale ni una lágrima. Será que el vacío acabó por vaciarme a mí.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Alfa y Omega

1… 2…
Dedo en el gatillo y el arma en la sien.
Espero, con las manos ya manchadas de mi sangre, pues ya estoy muerta.
Espero, de rodillas, esclavizada ante nadie pues me creo Libertad. Y esa Libertad se da el tiempo que quiere, dos meses y tres días.
Como un Dios pone principio y pone fin. Con un poco de suerte para vosotros el mundo no me da razones para levantarme de aquí y echar a correr. No me cogeréis viva.
Igual que por mi sangre corre indiferencia, vosotros la escupiréis.
Todo irá bien. O todo seguirá igual.


Y 3.



viernes, 3 de septiembre de 2010

Inspiración.

Cae la noche. El edificio más grande del lugar estalla por los aires. El pueblo es pequeño, y en pocos minutos el humo gris está ahogando el poco aire que respiran todos. El ruido hace que bandadas de pájaros despeguen, anunciando en la ventana de Nacho el apocalipsis inminente de fuego y ceniza. Es la señal que espera, hermano mayor de la familia Misado. Les pilla en medio de la cena familiar, un par de huevos fritos que se quedan sin mojar pan. Como siempre la hermana pequeña estalla en pánico y se agarra a su mamá. El padre se pone su chaqueta marrón larga en un santiamén.

- ¡Vamos Nacho! ¡Levántate, joder! - Grita no se sabe muy bien quién. Alomejor son sus monstruos.

La madre está saliendo por la puerta, a grito pelado, esperando que su hijo la siga como hace su marido. Nacho se queda sentado, parece acostumbrado a los incidentes nocturnos del lugar. Solo mira por la ventana y todo empieza a pasar lento para él. Degusta cada detalle. Su madre cruza la calle, su vestido fucsia ondea, vaporoso en el aire gris, del día gris. El pausado mira detrás del cristal, con asco, como su hermana se balanceaba por los bruscos golpes de la mano de mamá, y ésta, histérica le mira desde fuera haciéndole señales para que le siga, pero Nacho no se mueve. Moja un poco de pan en el aceite, saborea y echa un vistazo a su padre, que arrastra a las vecinas más mayores fuera de sus casas para poder salir a la periferia del lugar antes de que el fuego las carbonice vivas. Allí rezarán agusto. O eso cree Nacho. Tarda un rato en levantarse de la silla de mimbre para recoger la mesa, la madera de la casa vieja relincha bajo sus pies, pero piensa que no puede evitarlo. Ahora solo quiere un poco de silencio y tranquilidad, estar solo antes de la verdadera acción. Vuelve a la salita y apaga la chimenea, porque tiene calor.

- Perfecto. - Suelta sin más, como si todo lo esperase.

Vuelve a sentarse en su silla de mimbre, y pensó que no distinguía la noche del día, ni el estallido de la verdadera normalidad de su pueblo. Nacho siempre veía como a cada hora, todas las personas allí se descomponían, sus ambiciones, sus trabajos, sus vidas, sus hijos, sus familias... poco a poco, minuto a minuto, sin darse cuenta de que ellos mismos eran mentira. El pueblo arde, y Nacho solo piensa en como el pueblo se muere estando vivo. El oxígeno ya no está hecho para él. Quizás es una de las pocas personas que menos tiempo logrará sobrevivir pisando ese pueblo y bebiendo ese agua.
El pelirrojo lo tiene todo planeado y se hurga los bolsillos, deja las llaves sobre la mesa, un bolígrafo negro, un paquete de chicles, unas monedas, una máscara y dos papeles doblados que siempre llevaba consigo por si alguna noche como esa tenía que escribir con letra muy bonita: Adiós. Pero le da pereza hacer los honores.
Se quita la camisa, botón a botón, y acaricia una por una las veintidós cicatrices que tiene en su cuerpo. Siempre empieza por la más grande, y la más blanca, situada justo algo más abajo de su pecho izquierdo. Mientras oye gritos fuera y unos cuantos golpes en la ventana recuerda como se había hecho cada una. Por orden: Atropellos, quemaduras, caídas... Se le escapa una sonrisa justo en este momento. La verdad es que no se arrepiente de ninguna. 

Comienza la arritmia, sus manos se paran en su corazón y empieza a temblar. Los nervios le comen vivo justo a esa hora, las once y veintitrés minutos de la noche. Deja su camisa tirada en el suelo, sus cosas colocadas, y se agarra las rodillas porque le queda poco tiempo. El chico susurra para sus adentros, una cuenta atrás, lenta, pero cuenta atrás. 6, 5, 4... Y piensa que el hecho de ponerse un final es lo que le hará caminar. 2, 1... De golpe sale semidesnudo a la calle. Su madre le mira y respira tranquila hasta que... de un movimiento brusco ve que Nacho corre hacia el caos. Hacia el edificio en llamas. La excepción fué su regla en el momento justo y no iba a retroceder.

- ¡Vamos Nacho! ¡Vuelve, joder! - Grita de nuevo alquien, no se sabe muy bien quién. Alomejor son sus monstruos.

Escucha cuchicheos por la calle oscura, como quien escucha hablar a alguien debajo del agua. No quiere mirar atrás porque solo vería mañanas y días perdidos en toda esa condena, en toda esa mierda. No quería respirar más barro asique es su mejor solución. Corre, deshaciéndolo todo a su paso. El pelo del niño Misado parece una llama más a toda velocidad por la calle principal, deja su estela de valentía a pesar de que muchas de las personas que corrían hacia dirección contraría le entorpece, le paraliza, o le da golpes para que vuelva con sus conocidos padres. Es un lucero cálido que resbala por la marabunta de gente oscura, a contracorriente.
A Nacho le pesan más sus fantasmas en ese momento, aunque por fuera ni se inmuta. Su rostro parece indiferente, sin un ápice de emoción, como si la máscara que dejó en la casa la siguiera llevando puesta. Nacho no se siente mal, ni triste, ni nada semejante, tan solo ambicioso. Siente miles y miles de ruiditos dentro de él, que suenan rápido y se notan tras la piel, ya sudorosa, como una bomba. Nacho agujerea la interminable realidad y ama contínuamente. No piensa en otra cosa que no sea en estallar sin control como estalló el sitio al que se dirije, e imaginarse en sus ojos el reflejo que el fuego le impregna.
Irracional, Nacho gira la última esquina, dobla la última calle que, a ojos de los demás, le llevará inevitablemente a un agujero en la tierra. Desde su punto de vista, era su salvación. Arde todo, y él, como una cometa, entra por eso que antes habría sido una puerta algo moderna del edificio.

- ¡Vamos Nacho! ¡Sal, joder! - Grita alguien, cada vez más cercano. No se sabe muy bien quién, alomejor son sus monstruos.

La cara demacrada se hace la sueca, y no presta atención a nada de su alrededor. Es una máquina encendida y sin control. La velocidad que lleva hace que salte las cenizas, que esquive los escombros y que las llamaradas le acaricien las cicatrices de la espalda. Parece que ahora todo objetivo de Nacho es ser el príncipe del averno, es increíble como siempre se mueve así, sube las escaleras, como si lo tuviese todo absolutamente calculado, ágil, veloz, esquivo, arisco, hasta llegar a donde él cree que debe llegar.

De pronto, se queda paralizado en medio de todo ese desastre. Rodeado de hipnóticas llamaradas que le doblaban en tamaño. Pero tampoco intenta avanzar. El piso de arriba escupe vigas con fuerza a pocos metros de él, y otra llamarada hace que le arda el pantalón. El señor lo único que hace es desplomarse de rodillas y echar a llorar. De felicidad.

- ¡Aquí estoy! - Grita entre sollozos que apenas se le oyen. Eran justo las doce menos diez.- Vengo contigo.
- Te dije que te levantases de la cena. - Parece que esta vez, sus monstruos respondían.
- Sabes de sobra que no lo iba a hacer.
- Te dije que volvieras con los tuyos - La voz cada vez más dulce, cada vez más cerca, modelada por el calvario, perfecta. No era humana.
- Sabes de sobra que no son los míos. - Retozó contra el suelo. Solo se oía él.
- Te dije que salieras de aquí.
- Y aquí me tienes. Sabes de sobra que quiero salvarme. - Nacho levanta la cabeza.

Del infierno del lugar salía una figura, menuda, estirada, oscura. Las llamas no le tocan pero parece haber nacido de ellas. El pelo largo y oscuro permanece estirado hasta los tobillos de la mujer, que sin que se le vea la cara, no deja de acercarse al chico. Él tampoco deja de seguirla con los ojos vidriosos. A cada paso, su pelo se mueve como una capa de la más alta realeza. Sus piernas largas parecen verdosas en ese ambiente y mojadas, como siempre, de un líquido oscuro, como sus brazos. Como si acabase de salir de un pozo asqueroso. Parece destrozada, pero elegante. Nacho se levanta del suelo, se sacude en medio de su propio apocalipsis y mira a la mujer más guapa del mundo. Con cuidado coloca las manos en su cintura, por debajo de su largo e inamovible pelo, cruza sus manos en la espalda y la abraza. Su cuerpo se pega en ella, que permanece estirada como un palo. Se contamina. Llena de vida el silencio sin palabras.

- Quiero saber si puedo seguir así, pudiendo terminar todo a tu lado. - Nacho susurra al oido de el ente oscuro y siniestro. Que no da respuesta, porque está expectante. - Todas las noches sigo las catástrofes pensando en tí. No me he rendido aún. De día no me hundo de dolor porque sé que por la noche arderá, estallará, morirá algo, y sé que estarás ahí. - Nacho mueve una mano delicadamente por la espalda de la mujer, fría como el hielo, para ver si recibe lo que quiere. - Arriesgo más de lo que crees. Mi vida no vale una mierda si después no estás tú. ... Sálvame. - Parecen palabras inconexas, frases estudiadas, pero para Nacho todo era un ritual que seguir para volver a probarla una vez más.

- ¿Qué quieres? - Su voz ahora era mecánica. Ácida, que se difuminaba en chispas en el tímpano.
- Quiero la número 23.

Los brazos de ella, finos, escuálidos e impregnados de un ese negruzco alquitrán se posan en la espalda del chico. Una de ellas llevaba un puñal. Sus actos son tan suaves, tan suaves, que Nacho apenas los nota. Los dedos finos no hacían ningún movimiento en vano, y en tres caricias el arma de filo apuntaba a su pulmón derecho. Él se apreta contra ella, como si fuese a perderla de nuevo. No da tiempo a contar, los 20 centímetros ya estaban haciendo de las entrañas del niño de fuego su hogar. Esos son los 40 segundos de agonía y de gloria que encharcan al chaval Misado. La sangre brota, y gotea, y hierve en cada llama de su alrededor. Él sonríe mientras se deja caer. Mientras siente frío. Pero no llora, aprendió hace tiempo a dejar de llorar cuando estaba con ella. Por mucho que le doliera. Entonces ahí es cuando la delicada cara de la mujer se posa en su frente, y le da un beso. Como si le protegiera de todo lo que ocurre a su alrededor. Tan sólo cuando muere y su cuerpo se congela, ella se va, como todas las noches.






Sale el sol. 10:20 AM. Nacho se despierta en el segundo piso, tercera habitación, su cama, tranquilo. Ya se lo conoce. Abajo su padre está en la cocina, su madre parece que ha salido, como siempre. Y su hermana sigue gritando hasta las una de la tarde, porque grita por todo. Huele bien, la luz del sol entra por la ventana, los pájaros cantan, todo parece tranquilo y ordenado. Se acaricia el pecho, y empieza a contar. Pasa por el cuello, el vientre, una pierna... Y las de la espalda. Recuerda una por una como se las hizo y fantasea. Suelta alguna que otra sonrisilla, no se arrepiente de nada. Justo. Veintitrés. Ahora baja a desayunar siendo el más feliz del mundo en ese mundo de mierda.




Tal vez la gente tiene que sufrir de verdad antes de poder arriesgarse a hacer lo que ama.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

El mar.

Sigo buscando mi lugar. Las cosas no parecen las mismas cuando estoy en la orilla, se va el sol y tampoco aparece la luna. El horizonte es negro, el sol ya está a salvo, y me zambullo sin pensarlo. Entonces, parece que mi cuerpo se da la vuelta como un calcetín, y lo más jodidamente profundo lo tengo a flor de piel. Y absolutamente todo me duele. La vida me escuece. Nado en la nada, porque en ese momento parece que no hay nada mejor que hacer. Y automáticamente parece que estoy más sola que nunca.
Y lloro, un poco... Porque llorar mucho no es nada comparado con la inmensidad del mar. Sólo es agua salada más caliente de lo normal chorreando en la cara. Es eso, ahí, flotando, la pena parece menos pena y me tranquiliza. Aunque sabemos de sobra que todo sigue igual. De mal.

Me dejo llevar por la marea y ardo boca arriba. Escucho el crepitar de la arena debajo del agua. Respiro. Floto en el vacío y me siento libre. Pero ser tan libre no es bueno, tener tan poco que perder es una mierda. Asique miro las estrellas y parecen ser lo poco de luz que me queda ya, esas razones para querer despertarme cada día. Pendientes de un hilo, colgantes, a punto de caer encima mía. Yo también me caigo, y no hay nada peor que caer sin gravedad. Que solo mi carita salga a flote para perderse en el vacío. Un vacío inmenso, hueco, acaparador de todo. Lento, sinuoso y mirón. Me rodea, dejando su estela de frío y dolor fosforescente. Calada hasta el alma en silencio. Muy muy callada, temerosa de mí, del inútil recuerdo, de la absurda vida. La sal pulula por mis venas y todo empieza a perder su dulzura de siempre. El agua me hace cosquillas entre los dedos de los pies. Los labios que tanto besaron un día, se cortan. Saboreo el aire como si la muerte fuese a buscarme. No me muevo, tengo frío. Y le pido al mar que por favor me deje morir ahí otra noche más. Pero es lo que tiene, le importo una mierda al mar. Y lo sé.







Huyo, me acobardo. Abrazo el agua para salir de ahí. Mis pies tocan la arena y desean borrar sus huellas y echar a volar. En ese momento, extraño y ejecuto los sueños, porque sé que nunca pasarán, y echo de menos a aquél que siempre sale en ellos. Echo de menos existir para alguien. Añoro los tiempos en los que el amor aún no estaba extinto, en los que me comportaba como una tremenda gilipollas. Me encantaría tener tanto que perder, y que fuese bonito.
Me pongo a pensar, y me estrello contra tí. Porque creo que ese es mi sitio.


En Madrid las estrellas no se ven.